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El Bronce II de Botorrita o Tabula contrebiensis contiene, según la doctrina (aparece citado por Tomás Javier Aliste en “La motivación de las resoluciones judiciales”), el testimonio del pleito más antiguo de la Hispania romana y en él se emplean las expresiones “sei parret” y “sei non parret” (“si resulta probado” o “si no resulta probado”), como usadas por los jueces de entonces. Quiere ello decir que el parecer que los jueces expresaban en sus sentencias no debería obedecer a una actuación arbitraria o caprichosa sino a una cierta discrecionalidad pero siempre ajustada a aquello que resultara probado.

La sentencia de la Sección 1 de la Audiencia Provincial de La Coruña, recaída en el denominado “caso Prestige”, se inscribe en esta línea tradicional de nuestro Derecho de someter a los jueces a las pruebas y no a su libre albedrío.

Dediqué la tarde de ayer a leer la sentencia y experimenté una agradable sensación de alivio y confianza en los jueces que conocen el oficio y saben dictar sentencias en las que, sin renunciar al rigor y calidad técnica exigible en un ámbito tan elaborado como el jurídico, utilizan un lenguaje fácilmente inteligible y cercano.

La sentencia es un tratado de derecho marítimo, acotada con notas a pie de página, y una muestra de la importancia que tiene la prueba en el proceso penal.

Tras comenzar aceptando en sus fundamentos de derecho que “no debe ser verdad que hasta las cosas ciertas puedan probarse” -lo cual supone un reconocimiento explícito de que los diez años de instrucción y los nueve meses de juicio oral no han servido para probar los aspectos sustanciales de las responsabilidades penales-, analiza todas y cada una de las causas posibles que desembocaron en el naufragio del Prestige y el tremendo daño ambiental, a la flora y a la fauna causado por el vertido de petróleo.

“Nadie puede negar el fallo estructural, pero nadie ha podido demostrar dónde se produjo exactamente ni por cuál razón”.

Al buque se le habían realizado las inspecciones pertinentes y la entidad ABS (similar a las ITV de los coches) certificó la habilidad del buque para navegar con normalidad.

Respecto a la posibilidad de que el hundimiento se hubiera producido por una ola gigante o extrema, la sentencia afirma que nadie la vio y, por tanto, cuando algo no se acredita carece de toda relevancia probatoria en un juicio penal.

La prueba en un juicio penal equivale a la demostración del hecho afirmado y eso no se ha logrado en el caso, sin que la referencia a la prueba de indicios sea aceptable cuando existan posibilidades de demostración evidente y científica.

La existencia de troncos a la deriva, que era un hecho real, puesto que los había perdido un buque que precedía al Prestige, tampoco se probó como causa del hundimiento.

No había, pues, ningún dato concreto que permitiera establecer con seguridad las causas de la extraordinaria, repentina e irreparable avería que sufrió la nave frente a las costas gallegas, y de ahí la imposibilidad de atribuir responsabilidades precisas a los acusados por algunos de los delitos que se les imputaban.

Habiendo quedado reducida la imputación a la imprudencia por arriesgarse a navegar en un buque inseguro y avocado al hundimiento, parece imposible sostener con lógica tal imputación puesto que nadie fue capaz de demostrar que el capitán conociese el estado real del buque en cuanto a los defectos de conservación que causaron su hundimiento.

También se debatió la posibilidad de haber adoptado la decisión de llevar el buque a aguas tranquilas, que lo eran las próximas a la costa de Portugal, pero como afirma la sentencia “nuestros amistosos vecinos portugueses no toleraron ese rumbo y mostraron que estaban decididos a impedirlo por la fuerza” (trasladaron un buque de guerra a las proximidades).

En cuanto a la alternativa del refugio, fuera en aguas del puerto de La Coruña, en el puerto de Vigo o en el de Corcubión, fue descartada por las lógicas repercusiones sociales y dificultades de la maniobra.

Por tanto no cabe atribuir responsabilidad alguna al Director General de la Marina Mercante que, si bien tomó una decisión discutible, fue parcialmente eficaz, enteramente lógica y claramente prudente.

Por tanto, la consideración final es que el Director General de la Marina Mercante gestionó con profesionalidad, adecuación y en condiciones muy desfavorables, la crisis, de tal manera que quien adopta una decisión técnica en una situación de emergencia debidamente asesorado, no puede ser incriminado como una persona imprudente, aun cuando el resultado de esa decisión no sea el esperado o se demuestre después su desacierto, como no es el caso.

La condena al capitán del buque por desobediencia trae causa en la demora en aceptar el remolque para materializar así la orden de la autoridad marítima española que pretendía el alejamiento del buque de la costa al objeto de minimizar posibles daños.

La sentencia concluye absolviendo a los imputados y condenando al capitán por un delito de desobediencia a la pena de nueve meses de prisión.

Recomiendo a quienes tengan la posibilidad y la paciencia necesarias (son 263 páginas), que lean la sentencia. Seguramente llegarán a la misma conclusión que yo he obtenido: recuperar la confianza en los jueces que saben decir las cosas con rigor, sin renunciar a la naturalidad, la espontaneidad, la pedagogía, y que huyen de ese juez iluminista que adopta sus decisiones porque sí, rindiendo el tributo que merece la prueba de los hechos en el proceso penal.

Como ya vengo repitiendo machaconamente en anteriores ocasiones, los jueces no están para ejercer la venganza social, porque el pueblo, en casos como el Prestige –y quizá sin que le falten razones humanas para ello-, condena, ahorca, fusila, lapida, pero no ejerce la justicia que exige el estado de derecho que todos debemos respetar.

Ojalá nunca mais se repitan sucesos como el del Prestige, pero también ojalá se produzcan muchas mais sentencias como la del Prestige.

 



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