¡Viva Linch! ¡Muera Beccria!

La sentencia sobre el Prestige y las reacciones que ha suscitado nos permiten reflexionar, una vez más, sobre algunas cuestiones relativas a la justicia y a la sociedad de los últimos años. En primer lugar, cómo no, conviene señalar lo inaceptable de que el fallo sobre el accidente tarde once años en producirse. No es un caso aislado, la mayoría de los juicios de una cierta complejidad se arrastran por las dependencias de la justicia no menos de un lustro. Haga, si no, el lector memoria. Es evidente que se necesita una reforma urgente de procedimientos y una dotación de medios que lo impida. En segundo lugar destaquemos que ello, sobre ser inaceptable, es radicalmente injusto para quienes son, al final, declarados inocentes. ¿Quién, con referencia al pleito del Prestige, devuelve la tranquilidad, el honor; repara los quebrantos sociales, económicos y familiares por que han pasado, por ejemplo, el capitán Mangouras o el a la sazón entonces director general de la Marina Mercante, José Luis López-Sors? ¿Quién aquí, por ejemplo, y a propósito del «caso Marea» —otro despropósito en su duración—, resarce a los que, tras su exposición culposa a la opinión pública, han sido eximidos de delito?

Pero el aspecto más notable de la sentencia ha sido la marea de reacciones en su contra que ha suscitado, considerándola una injusticia por no haber «señalado» (y condenádolos, supongo) culpables. Y, sin embargo, no he leído yo otra cosa que el que el fallo, en el ámbito legal en que se juzgaba, el penal, era correcto y ajustado a derecho, es decir, que nada hay que criticar en él desde el único punto de vista en que el asunto se trataba, en el de señalar responsables —causantes y conscientes— probados o demostrables del desastre. Eso era lo que se juzgaba y no la evidencia de que había habido daños económicos o de que miles de voluntarios habían acudido a las costas para limpiar el galipote.

Ahora bien, hace tiempo que se ha instalado en la opinión pública (y en los jueces sheriff o jueces salvadores) la idea de que no hay ninguna catástrofe que no tenga un responsable, y, así, por ejemplo, un grupo de jueces italianos encausó a los sismólogos por no predecir (y, supongo, por no evitar) el seísmo que el 6 de abril de 2009 arrasó la zona de Los Abruzzos. (No anda lejos de ello, por cierto, el encausamiento de los técnicos de Adif por el reciente accidente del Alvia Madrid-Ferrol). En el fondo, ese prejuicio, tan cerca del pensamiento mágico, se sustenta en la idea contemporánea de que todas las muertes en accidente o catástrofe serían evitables si alguien hiciese lo adecuado para impedirlo y que, en consecuencia, a alguien se podrán pedir responsabilidades. El máximo exponente de esa tendencia ha sido el senador estatal de Nebraska, EEUU, Ernie Chambers, que en 2007 presentó una demanda judicial contra Dios —admitida a trámite, por cierto— «harto de las nefastas catástrofes en el mundo, que sólo provocan muerte y destrucción».

Ese sentimiento, cada vez más generalizado, es realmente complejo y entraña muchas variables: entre otras, la inaceptación de la muerte, el desconocimiento de las leyes de la naturaleza y la idea de que el hombre y el estado son todopoderosos, la exigencia de que se señale a alguien concreto en quien descargar las responsabilidad del daño y en quien exigir venganza… Pero junto con toda esa maraña de conceptos, emociones y pasiones suele latir, en las víctimas directas y sus familiares, una exigencia menos noble, que se enmascara bajo la palabra «justicia»: la demanda de dinero, una demanda que, en general, no es mal vista por los que son ajenos a la desgracia, como si ese dinero, el del Estado, cayese del cielo, y no saliese del bolsillo de cada uno. En ese sentido, por cierto, el señalar a Dios como culpable universal del senador Chambers no tendrá demasiados adeptos, porque si bien es cierto que podría ser el responsable de todo, y satisfacer con ello la pulsión de venganza, ¿en qué moneda, si acaso, habría de resarcir el daño?

Pero existe otra cuestión, ligada a esas reacciones de rechazo a la sentencia, que resulta repugnante y preocupante. Es ese estado de opinión tan corriente en redes sociales y tertulias, realimentado por algunos medios y juzgados filtradores de sumarios, que da por sentenciado y firme cualquier asunto que esa opinión haya decidido encausar, y que no acepta que el resultado de la justicia objetiva sea distinto al del fallo que ellos han emitido desde la tribuna —que no tribunal—  de sus prejuicios o manías. Ese estado de opinión, cada día más amplio y más poderoso, equivale a eliminar a Beccaria y elevar la ley de Lynch a único instrumento de justicia; a sustituir la ley por los tribunales «populares». No es ese, como ustedes convendrán, un movimiento social tranquilizador, ni ayuda a la convivencia.

¿O acaso se trata de eso, en el fondo, para algunos? ¿De hacer lo posible por envenenar y dificultar la convivencia?



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