Meandros del alma

La frase de Gustave Flaubert  - Marguerite Yourcenar lo incluye como metáfora en sus “Memorias de Adriano - : entre Cristo y Marco Aurelio, instante en que el hombre estuvo solo y abandonado a su suerte, el único sortilegio posible era  agarrase a los meandros del alma.

No son fielmente las palabras del autor de “Madame Bovary”, y aún así son exactas. La raza humana posee una aprensión de nacimiento: la incomunicación.  ¿Y quién la salva?  Uno de los remedios,  si intentamos enfrentarnos a ese  infecundo momento, sería la lectura y escritura. Debido a esos frutos germina en nosotros otro yo iluminado  con  el que podemos ejercitar un diálogo que nos puede ayudar a sobrellevar el retraimiento interior.

Leer… escribir, salir al encuentro de la vida con sus amuletos esperanzadores.  

Lo dijo con premeditación el pibe  Jorge Luis Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído.”

 Hace años – era un niño -  comencé a leer sin estar al tanto del poder de las palabras, y a emborronar cuartillas, renglones  reflejo de mis alucinaciones íntimas. Era el tiempo en que la luminiscencia del anhelo  ilusionado se reflejaba en mis ojos con la fuerza de cristal de cuarzo sobre un paisaje de ensoñación: los prados inclinados del cementerio de Ciares, en un Gijón oscuro de la infancia lejana.  

 Los primeros escritos, incautos, se perdieron como tantas otras marabuntas.  Más tarde me deshacía de ellos avergonzado. Si de algo me jacto es del  poco apego a mis escritos, aunque en alguna parte, entre los dobleces de la piel, hay cicatrices vivenciales que si se tocan, punzan.

Debemos percibir los resortes de la  existencia deslizándose  sin demasiados morrales encima. Suelo sollozar a menudo. Más que lágrimas, es un vapor húmedo  colgado en los ojos. Sucede  ante el infortunio de toda persona, la indigencia  que tanto abunda o  una escena de cariño tardío en alguna envejecida  película  en blanco y negro marchito.

 En este intervalo dejo de escribir y voy a envolverme en las neblinas encubiertas bajo la piel. La noche es acogedora y fresca, los ruidos se han disipado. Se está bien allí, con la ventana abierta. La mente retoca formas, y en ellas,  vislumbro al emperador Adriano, en  cuya biografía novelada  la autora de  “Opus Nigrum” nos legó un aporte certero  del discernimiento del poder político,

Al hombre lo contemplo viejo, enmohecido. Enterró en la tarde el cuerpo joven de su amado Antinoo, y llora como un niño asustado en la sombras. Su dolor se desnuda igual a las hojas en el  otoño y siento compasión  al verlo afligido.

Recapacito quejumbroso en lo que puede hacer una  mirada  asceta en medio de las oscuridades al fondo del ventanal. Uno, ser vulnerable,  termina convirtiendo los actos cotidianos  en un murmullo, casi en monólogo interior, un ir descorriendo las cortinas de nuestra pequeña vecindad intentando hallar un resquicio de esperanza. Dante lo  exclamó siglos después: “Los que entráis aquí perded toda esperanza”. Era el pórtico del averno y tardamos en saberlo cuando ya era demasiado tarde.

Constantino Cavafis, el poeta ambulante en “El cuarteto de Alejandría”, lo dijo con sentimiento helénico: “Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen.”

La noche  huele a mazorcas húmedas y hay resortes adoloridos sobre las manos y en las tapas de los libros que reposan sobre el tálamo. Es hora de retornar  al obligado  duermevela.



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