Orillas del Sava

La crónica de hoy  comienza y finaliza en Yugoslavia, y haciendo uso del nombre de un cuento de Iván  Turguéniev, “Kasian, el de las tierras bellas”, el tullido hombrecito que añora permanentemente las orillas del Volga, eso mismo hago yo hoy  al recordar las frondosas riberas del Sava,  cuando se une apasionadamente al   viejo Danubio  bajo la protección del Parque de Kalemegdan, en Belgrado.

Desde tiempos inmemoriales esta península, donde crece y se ensancha  la gran brecha entre Oriente y Occidente, ha sido crisol de interminables conflictos, y si uno desea  comprenderlo se debe hablar de religión, y eso entre los eslavos no es cosa baladí.

El catolicismo nació en el Oeste, la ortodoxia en el Este. En medio, un mar profundo de diferencias  suscitando posiciones conflictivas en la vida diaria.

 Los serbios han vivido entre crespas montañas, encajonados valles y espesos bosques; no son rudos, pero lo parecen al haber sido siempre difíciles de someter, por eso el desprecio y las falsas leyendas sobre ellos, olvidándose que  gracias a su sacrificio y  carácter indómito, Italia y Europa central han sobrevivido hasta el día de hoy. Es decir, Europa entera.

 “Esa grandeza se levantó sobre nuestros huesos”, contaba la madre Tatiana a las puertas de su monasterio derruido, mientras servía un espeso café turco y abría una botella de licor de ciruela.  Y nada más cierto. El gran gesto serbio por Europa fue salvar  los Balcanes del nazismo.

 Ahora las tierras bellas de las orillas del Sava más que solas, están desoladas; el vencejo negro y el gorrión, asustadizos; los robles, tilos y fresnos tienen heridas en sus cortezas como soldados en guerra. Destrozada la gran Serbia,  rota Yugoslavia, ahora solamente nos quedan en el recuerdo los violines de hotel Moskva en Belgrado.



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