Tras las choperas

Los días se hacen – ahora recién comenzado septiembre -  espesos, cuajados y  tortuosos. El cuerpo se halla adolorido y el espíritu, quejumbroso y alicaído, como la retama  del balcón de la vereda que un mal viento, o las lluvias finales de agosto, han resquebrajado sus tallos y hojas.

En medio de estos sopores repletos de un  vaho montaraz, voy tomando pastillas, hierba-luisa, nardo, camomila,  toronjil, absorbiendo brebajes envueltos en  un cansino duermevela, esperando ver el crepúsculo aparecer por el Este de la ciudad amilanada. Lo dijo bien, Oscar Castro  el poeta de la placidez  del alba:

“Tengo de greda hecha la frente. / De greda tengo mis dos manos. /  Sabiduría de mi sueño. / Sabiduría de mi tacto.”

Y en esas estábamos, sudando y macerado de frío a la vez, en medio de nuestras cavilaciones internas, cuando llega  - cual si intentara disipar la zozobra de la enfermedad agazapada -  una postal de un pueblecito de la baja Andalucía, y uno, al tocarla,  siente un repiqueteo de campanas conventuales en cuyos patios, blancos de cal, se expanden geranios, petunias, azaleas y algunas rosas cuyos  tallos espinosos intentan subir por los murallones. El villorrio parece un mazapán. Sabe a dulzura.

  Por  estas mismas vegas, cuando uno era retama joven, olivillo verde  y toda la  dehesa olía a romero húmedo, se rompió en pedazos sangrantes el último hombre de andar solitario, misántropo y poeta.

 Un amanecer, ante una jarra de sangría, aquel trovador había dicho: “Si digo voz, quiero decir verso”, pues todo en su  vida fue tejer un largo camino de madreselvas donde siempre  al final, fatalmente, estaba la espesura del sentido hondo de su acongojada existencia.

 En ningún tiempo un poeta - Federico García Lorca -  llegó tan directamente al pueblo.  Nunca tantos versos fueron expresados de tal forma, pues parecían estar formando parte, desde tiempo inmemorial, de nuestra vivencia.

 Desde aquel atardecer - y eso lo  anuncia la postal  recubierta de fluorescencia – comenzó a venir  hacia nosotros el viento, la soledad y  la amargura trenzada. Más tarde,  las lágrimas con sabor a salitre y la tenebrosidad marchita en la propia mirada.

 Por un recodo  hendido de viento almidonado,  llega el cante claro y perenne, cristalino  y macerado. Voz suelta oliendo a manzanilla.  La copla, entre perdurable y tierna, embelesó a la mujer tras la celosía  de tal forma que sus pechos se volvieron espuma y sus ojos cobre candente. 

 Cerca, tras las choperas, el insondable mar Mediterráneo – el Cantábrico que es el mar de mi dignidad como ser humano, siempre me ha dejado al solaire del viento - , mi piélago, caracola abierta a cada una las  alucinaciones – y eran muchas – del alma años atrás reidora cual jaca joven en desbandada entre olivos y  jaras de brisa suelta.

 ¡Cuanta ternura puede encerrar una postal policromada  cuando llega en el momento preciso! 

Ha venido  septiembre y los pájaros, cual las nubes, comienzan a estar  en desbandada.

 



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