Pasión prohibida

Las  palabras de Humbert en el primer capítulo de la novela “Lolita” de Vladimir Nabokov, constituyen un peldaño impetuoso al encuentro de la adolescente “nínfula”, ensueño resbaladizo de una  sonoridad endulzada -  el  vocablo no se halla en el diccionario castellano - , matizando lo que un hombre de edad siente ante una muchachita  en flor cuando le envuelve  la madeja del deseo lascivo  turbador y lujurioso. El propio Nabokov lo destelló con una voz conmovedora: “Light of life”, “Luz de mi vida”. 

“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo-li-ta”.

 Escrita con sutileza pocas veces conseguida en un relato tan escabroso sin serlo, Nabokov desnuda el ardor descarnado  y lo empuja a la cima máxima, al lugar donde difícilmente puede haber retorno sin angustia  magulladura.

Conocía la obra y no obstante no la había asimilado hasta esta pasada noche. Llegué a ella desde la versión cinematográfica  de Stanley Kubrick con esa adolescente  Sue Lyon que, sensual e inocente a la vez, enciende  una tea febril en lo alto de  James Mason.

Tras el filme,  el nombre de Lolita  pasó a ser el de cada jovencita entrando en la adolescencia, provocadora  y confinada en perversos cortos años, que logra seducir de forma fatal a  un hombre maduro al no haber dejado a tiempo una insegura pubertad.

  Esta evocación o deseo lúbrico – al final se aboca a lo mismo -  llega a la memoria no por revivir el escribidor de estas líneas un tiempo de fogosidad ya disipado, sino al saber  que  Nabokov  pudo haber plagiado su Lolita de un periodista de radio alemán de nombre Von Lichberg.

Este, en 1916, escribió un  relato corto en un libro de cuentos llamado “La Gioconda maldita”, páginas donde el reflexivo protagonista conoce a la joven Lolita – nombre netamente español – en un viaje a la ciudad andaluza de Almería.

En ese interludio,  la niña seductora y pícara enreda la madeja y pone a los críticos a dudar de la creación insigne de Nabokov.

Absurda concreción a la que se ha llegado, pendejada estelar cuando todo escritor sabe al dedillo que el plagio es la base de literaturas existentes, exceptuando, claro está, la primera, que por otra parte nadie conoce ni sabe dónde se levanta, erguida entre las sombras del pasado oculto.

Es viable – y si es cierto - , que al hallarse el ruso y el alemán varios años en el mismo barrio de Berlín – Nabokov hablaba perfectamente la lengua - se conocieran, tramaran amistad y saliera a relucir en sus tertulias el  cuento de “La Gioconda maldita”.

 Von Lichberg, que así se llamaba en realidad Heinz von Schwege, hizo en sus pocas 18 cuartillas un retrato suave e  insinuante  de “Loti”, pinceladas firmes y convincentes:

“Lolita, la hija de Severo, era muy joven, según nuestro concepto nórdico, y  a sus sombreados ojos sureños acompañaba un extraño cabello con matices rojos y dorados. Su cuerpo era blando y flexible…”

 ¿Es asumible que Nabokov leyera  el mencionado relato  y que esa “Lolita”  instituyera algunos de sus párrafos? Y si así fuera: ¿Cambia en sus esencias  la ficción que asombró la literatura  universal  a mediados de los años 50 del pasado siglo?  Ni  un ápice. Vladimir manifestó de forma incuestionable en cada una de sus creaciones literarias  el don que envolvía  su hálito.

La narración  eleva las pasiones efervescentes de un hombre de edad sobre una chiquilla de 12 años, siendo uno de los textos cuyos méritos estéticos  reflejan los ardores encendidos de la  lujuria cuando se saltan las barreras impuestas. Decadentes o no, son igual a   esas  yerbas  que han ido creciendo en las estribaciones de la fogosidad con sabor a “sangre de víbora” de la que habló Horacio: “¡Ah, entrañas duras! ¿Qué veneno desgarra mi pecho?”, grito exasperado que podía vociferar Humbert en ese relato de la obsesión.

El escritor ruso acrecentó el mojón de una obra señera en los tiempos actuales que, aún permisivos – y cada día crecerán en mordacidad - , siguen poseyendo un  aura de lobreguez que solamente el poema de Gilgamesh,  cuya historia  data de los comienzos de la civilización  en Mesopotamia hace 35 siglos, se mantiene como el primer atisbo de amor libre en toda  la historia de la literatura.

Esto se lee  en una  de las  tablillas de barro en la ciudad de Uruk a orillas del río Eufrates:

“Mientras la mimaba / con sus arrumacos. / Seis días y siete noches, / Enkidu, excitado, / hizo el amor con Lalegre".

“Lolita”: tesitura de una chiquilla impúdica en sus insinuaciones renacidas, arquetipo  de la perfidia adolescente, está  forjada con el ansia de seducir el tiempo literario que todo lo moldea al calor de los deseos recónditos en cado uno de nosotros.

 



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