Día de la barbarie

 

Esta crónica es parte de un diario  comenzado a escribir bien entrada la noche de aquel 11 de abril de 2002, el día  en que Caracas se convirtió en un cuadro dantesco emborronado de sangre.

  Estuvimos en la redacción de “El Mundo” todo el día; solamente en las primeras horas de la tarde hicimos una corta visita  a la avenida Urdaneta. Ya bien avanzada la mañana por televisión vimos partir una multitudinaria manifestación opositora  desde el Parque del Este hacia Chuao. En ese instante tuvimos la certeza clara de una anunciada malaventura.

 La sensación se hizo más real cuando avistamos subir hacia el palacio de Miraflores autobuses repletos de gente vociferando consignas a favor del presidente Chávez. Aquel tropel gritaba a los asustadizos transeúntes con desprecio apabullante.

 Dos cuadras más arriba, sobre el Puente Llaguno, se habían concentrado los círculos bolivarianos más exaltados. Al grito de “No pasarán” y “Muerte a los escuálidos”, comenzaban a extender la mueca amarga de la muerte sobre una  la ciudad estremecida hasta lo más profundo de sus entrañas.

 Las miles de personas con banderas enarboladas al aire y coplas que, saliendo de Chuao habían comenzado a hacer camino envuelto en algarabía  hacia Miraflores, eran el reflejo trashumante de una tragedia cercana.

 Fue intuitivo: “Algo debe hacerse para frenar esa marcha”, pero un periodista simplemente dispone de renglones de escritura y algunas dicciones en los labios. Nos comunicamos con J.V. Rangel rogándole llamar al Presidente y hacerle comprender la necesidad de retirar los círculos bolivarianos.

 Nos respondió que el Jefe del Estado hablaría  dentro de unos minutos y posiblemente tomaría medidas. Cuando poco después oímos a Chávez, supimos con certeza que la confrontación era inminente. Él estaba convencido que enfrentaba una ofensiva, y con los enemigos solamente hay una posibilidad: destruirlos. Ya había  dado la orden de activar el “Plan Ávila”.

 Todo fue inútil: el escribidor era solamente una brizna, pero les juraría que antes de los sucesos en la Baralt tuvo una premonición: vio muertos sobre el asfalto, contempló rostros desencajados y cientos de ojos fríos mirándose en   los suyos.

 Jamás había sentido tal alarido rasgado. Era una masa compacta, un tumulto de seres en busca  de una esquina o un zaguán para poder esconderse.

 Y esa tarde, y las docenas de días que vendrían después, yo  no pude hacer nada. O acaso sí: garrapatear palabras con la esperanza de que esa masacre no sea olvidada.

 



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