Abatido siroco

 

Es un recuerdo que trasciende el tiempo y la propia vida, si es que algo de ella aún queda;  fue un tufillo a  té verde surgido de una jaima de piel de cabra montuna del desierto.

Paul Bowles, el autor de “El cielo protector”,  solía decir que “mientras el excursionista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto al otro de la tierra”.

En ese mismo tiempo  de los pasos perdidos, en “Cuadernos del Norte”, lo expresaba mejor Marguerite Yourcenar: “Todo lo que veo me parece un reflejo, todo lo que oigo un lejano eco, y mi alma busca la fuente maravillosa, pues tiene sed de agua pura”.

  Hablaba todavía de cómo pasan los siglos y el mundo se deteriora, y aún así su alma seguía siendo joven; candelilla entre las estrellas, en la noche de los tiempos.

 Rememoro eso y observo en la lejanía la evocación de la cordillera del Atlas, y sé que he estado allí otras veces; era joven: la subsistencia,  un río desbocado corriendo por las venas y al que  nada parecía temer. Ahora,  más que vida después,  observo los pliegues de esa montaña con los mismos ojos.

La cordillera está igual; uno, cansado. Las esperanzas, antaño efervescentes, son ahora un hilillo tenue apenas para ir avanzando, y lo único que ya nos une a la impresionante mole, es esa vaga sensación de que a  ninguno de los dos nos  envuelve la  prisa traicionera.

 Razonablemente a eso se le llama envejecimiento y,  en alguna parte, en otros lugares fuera del Sahara de los Tuaregs, dolencia interior.

 Como hace ya varias temporadas a esos deportistas del rally  que desapareció acercándose  a las dunas y los desnudos peñascales hacia Dakar – la puerta del Sur -,  mantengo  la alucinación  de estar tocando la arenisca con la misma ilusión que  cuando a la sombra de las murallas de  Mahabes de Escaiquima, tumbado sobre la tierra, intentaba contar las estrellas sin fin.

Entonces  supe por vez primera que el tiempo  era inexorable, y la eternidad la misma muerte. Tenía  entonces la mirada limpia y aún no había llegado a mi puerta el melindroso amor.

El desierto formó parte ineludible de nuestra mirada. Quizás sea la razón de estar erigidos de motas de arena, de esa anchura que ha  moldeado un poco al correcaminos que llevamos dentro.

Es la aventura privada en su máxima expresión, luchando contra la naturaleza hostil bajo un  cielo bienhechor.

Los griegos no interpretaron el Corán ni aún siglos después; han creído siempre que los creyentes en el Profeta, tras  la muerte del Mahdi, deberían tener prohibido hacerlo.

Muy por el contrario, el maestro de las dunas y su dueño el siroco, dijo una tarde de lluvia de arenas con una sapiencia que aún no hemos podido llegar a vislumbrar:

 “Alá codicia cada día que lo juguemos al ajedrez  para vencerlo fuera del inconmensurable Universo”. Será la partidita definitiva. La única posible.

 

 

 



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