Frutos de la tierra

 

El romero, escribió un herborista del siglo XVI, es a la vez árbol y hierba. Templa, conforta y salva el cerebro de las fogosidades excéntricas. Unas ramitas bajo la almohada dan un adormilarse pacífico. Y encadena la querencia: 

 

“Aquí tiene romero, para que no me olvides”.

 

Y en aquellos tiempos, rodeado de laurel, manzanilla, lirio del valle, valeriana y tomillo, la existencia me parecía de una dulzura sin límites.

 

Conocía el lenguaje de los pájaros, el sabor de los frutos de la tierra y todos los secretos de las hierbas.

 

Unas flores secas de tomillo colocadas durante unos días en una marmita con  vino, es un gran digestivo. Las semillas de granada con zumo de limón o coñac y recubiertas de vainilla,  se convierten en postre delicioso.

 

Con las aves me sucedieron vicisitudes parecidas, pero ninguna como con las urracas. Encontré una recién nacida entre unos rastrojos del río. Convivió conmigo varios meses. Era una sempiterna ladrona. De la casa desaparecían tuercas, aros, agujas, pendientes, monedas, y todo lo llevaba al pino cercano. Cuando la llamaba desde la ventana del cuarto, venía rauda a mi encuentro.

 

Mientras escribía no dejaba de contarme historias con ese choc-choc altisonante. Un día, cerca de un algarrobo, encontró a su pareja. Desde ese momento ya no se acercaba a la ventana como antes. La vi construir su nido en forma de cúpula y crear una vida nueva.

 

Una tarde llegó a casa el maestro del pueblo y dejó en la mesa unos aforismos de Nietzsche y un libro de Schopenhauer. Desde entonces ya no tuve paz. Contemplé la vida con otros ojos. Salí a recorrer mundo para saber qué era el amor, las mujeres y la muerte, y cuanto más lo supe, menos paz conseguí. Al final regresé a la casa de los pájaros, las hierbas y los frutos.

 

Los años fuera del hogar cansaron el alma, y el céfiro que tanto amaba, conocedor de cada una de mis cuitas, compañero de juegos entre los rastrojos y los peñascales, había partido al encuentro de la aurora boreal.  Solamente el pino con sus hojas eternas y oliendo a resina me esperaba. La tierra no me conoció, el riachuelo donde tantas tardes refresqué mis pies, era ahora un amasijo de polvo. En ese momento me di cuenta de que era añejo, tenía arrugas hasta en los pliegues del  alma.

 

Recordé el libro y supe con toda claridad que el hombre “pasa como las nubes, como las naves, como las sombras”.


Llevaba  “El Kempis” a modo de alforja y tardé toda una existencia saberlo. Entonces  retorné a los pasos  del viento amigo: caminé despacio, sin prisa, hacia el Sur. Y aún lo estoy haciendo.



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