Los mercaderes de la libertad

Los mercaderes de la libertad

Relato de la jornada de este sábado, escrito por el Arzobispo de Oviedo,  Jesús Sanz Montes, en su viaje de regreso desde la Misión asturiana de Benim.

 

 Hemos dejado atrás ya Bembereké. El viaje de regreso hacia Cotonou, capital administrativa y económica de Benín, nos esperaba más o menos como lo hicimos al llegar: kilómetros y kilómetros de peaje de arena, o de asfalto con mil baches y verdaderos socavones. A nuestro paso por los pueblecitos surgen de nuevo los típicos puestos vendiendo la gasolina en botellas de todos los tamaños, la fruta exuberante o las grandes perolas de mandioca que parecen montañitas de cus-cus. No faltan por doquier las mujeres con sus hijos a la espalda con la pañoleta vistosa y colorida de sabor africano para sostener al bebé que aprende a vivir como guardaespaldas de su madre, o más bien, bien guardado y protegido tras la espalda maternal.

           Hay un sinfín de momentos que he vivido en estos días intensos. Necesitaría tiempo para poder asimilar tanta belleza y tanta bondad, al igual que tanta pobreza y tanta precariedad. Le pido a Dios que no sea yo una máquina de fotos que almacena sin más imágenes sobre imágenes. Dicen de los japoneses, algo malvadamente, que cuando vienen a Europa no la ven, sino que la fotografían. Logran verla cuando regresan a sus tiempos y espacios nipones. No, no quisiera haber pasado por encima de esta realidad tan impactante en todos sus contornos, ni tampoco quisiera haberme asomado desde el objetivo de una maquinita digital. Sé que no ha sido así, pero pido a Dios la gracia de saberlo asimilar con gratitud y con responsabilidad.

           Me contaba un misionero madrileño, aunque cura de la Diócesis de Barbastro, el padre Rafael, que desde que llegó a Benín, a la Misión Fô-Bouré, le sorprendían tantas cosas de la acogida y hospitalidad de los africanos. Una de ellas es que a veces vienen a “verte”. Literalmente dicho: no vienen a  hablar, o a pactar, o a negociar, sino que vienen a verte. Y pueden estar rato y rato observándote en tu habitual quehacer simplemente así: viéndote. Y si te encuentran bien, si das la apariencia de que todo está en orden, que todo es sereno, que “se te ve bien”, entonces se marchan contentos y agradecidos.

           Yo he venido a “ver” este rincón africano, sus gentes, sus tradiciones, su cultura, pero sobre todo cómo ellos viven la fe, cómo comienzan a hacerse cristianos, cómo maduran en su amor a Dios y en su pertenencia a la Iglesia. Puedo decir que lo que he “visto”, pero también lo que he oído, lo que han palpado mis manos, me ha conmovido profundamente haciéndome mucho bien. Yo he intentado hacer todo el bien del que soy capaz con la ayuda del buen Dios y de los hermanos buenos que me acompañaban.

           Aquellas casi ocho horas de viaje desde Bembereké hasta Cotonou en el jeep (más bien un Toyota) de la Misión que no tiene ya secretos para el padre Alejandro, nos condujo a un aspecto hasta ese momento sin abordar y que era necesario para entender no pocas cosas de este modo de ser africano. Sí, bordeando Cotonou fuimos hacia un pueblo de la costa: Ouidah, para ver una especie de museo donde se cuenta in situ lo que allí aconteció. Lo llamaríamos un centro de interpretación si así lo hubieran planteado, pero no deja de ser más que recorrer unas estancias muy abandonadas, unos jardines, que es la fortaleza de los portugueses y luego de los franceses. Pero, fortaleza ¿de qué?

           Podríamos pensar que se trata de una fortaleza típica de costa que hace las veces de gran malecón militar para disuadir a los enemigos, para defenderse de ellos si amenazaban con entrar atacando desde el mar. Pero la cosa es bien distinta. No había enemigos, sino gente desarmada. No pretendían llegar amenazantes desde fuera con pretensión atacadora, sino que estaban dentro desde hacía años, siglos, porque eran las gentes del lugar. No tenían más interés que volver a sus hogares, con los suyos, en donde sus vidas nacieron y crecieron hasta que ocurrió lo que ocurrió. No lograban explicarse qué estaba pasando allí cuando de modo brutal les enajenaban de lo que era más suyo.




           Sí, me estoy refiriendo al mundo de los esclavos. Verdaderas redadas de hombres, de mujeres y de niños que eran capturados en increíbles cacerías humanas. Los llevaban a esa fortaleza, los hacinaban, los maltrataban de hambre, de sed, de miedo y de falta total de libertad, imponiéndoles indignamente lo que era una obscena rapiña de la dignidad.

           Eran sometidos a pruebas de resistencia bajo todas las inclemencias inhumanas, sin que faltase la de la oscuridad prolongada en unos sótanos insalubres, para ver si eran capaces de aguantar la travesía posterior en las galeras del barco, amontonados y grillados con rumbo a ninguna parte donde las personas dejan de ser alguien, pasando a ser sin cita previa unos “don-nadie”, sin nombre, sin historia, sin derechos, sin libertad.

           Aquellos que no morían en el intento o que eran descartados como “material” inservible porque enfermaban, se procedía a la subasta de su precio. En la plaza de ese pueblo se erigía el gran árbol bajo a cuya sombra se iban vendiendo al mejor postor a estos pobres infelices que fueron creados para la felicidad. Era la venta de carne humana, de animales de carga o de tracción, era la adquisición por parte de los prepotentes de quienes luego usaban y abusaban sin conciencia de nada, sin ningún freno a sus fantasías o a su perversión. Se hacían dueños de quienes jamás perdieron su condición de hijos de Dios, de aquellos hombres, mujeres y niños en los que la única propiedad amorosa y llena de respeto seguía perteneciendo a quien en cada poro de su piel, en cada latido de su corazón, en cada respiro de su ensueño y esperanza había grabado indeleble su firma de autor: Dios.

           Les hacían dar vueltas en torno a un árbol para olvidar lo que irreversiblemente dejarían para siempre atrás, y finalmente los encaminaban por un camino recto, cansino y monótono hasta la playa maldita de una incomprensible maldición. Allí han levantado un monumento recordatorio cuyo nombre todavía hoy nos sigue sobrecogiendo: “la porte du non retour”, la puerta del no retorno.

           Nosotros cuatro, Alejandro, José Antonio, César y un servidor, nos quedamos en silencio mirando desde allí el horizonte infinito del mar. Las olas nos arrullaban discretas con su melodía relajante del vaivén que viene y del vaivén que va. Sí, discretas. Porque si supiésemos escuchar todavía hoy podríamos oír los llantos de aquellos pobres, con clase humana de esclavos, vendidos por las treinta monedas de siempre que se quiere censurar a Dios en sus hijos, o a éstos en el nombre falso de Dios. Ese llanto quedó allí grabado para siempre. Y las lágrimas de hombres, mujeres y niños, fueron recogidas en el odre del Corazón de Dios.



           A pocos metros se levanta otro monumento de homenaje con motivo del jubileo de la redención del año 2000: a los misioneros. Hay santos que dieron sus vidas por los negros, que se hicieron esclavos con los esclavos, que anunciaron el Evangelio de la gracia y de la libertad verdadera, que denunciaron los desmanes más increíbles que comete el egoísmo y la injusticia de los humanos contra los propios hermanos.

           Nos quedamos en silencio unos instantes y rezamos una breve oración al Señor: un gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Porque como decía San Ireneo, la gloria de Dios es que el hombre viva. Eso le pedíamos al Señor: que tus hijos vivan y que en ello tú seas glorificado. Hoy son otras las esclavitudes, hoy son otros los mercenarios, hoy las cadenas, las fortalezas, las puertas del no retorno tienen otros nombres. Pero sigue siendo idéntica la amenaza o la pretensión de arrebatarnos la libertad que nos hace hijos de Dios, y la verdad que nos hace libres. Mirando este querido continente africano, nos surge la oración en la playa de la vida: que tus hijos vivan, Señor, esa quisiste que fuera tu gloria.

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