Panecillos con chocolate

Observo los libros que forman nuestra  biblioteca venida de Caracas a la orilla del Mediterráneo huyendo del mal vivir político,   y ahí, en sus hojarascas de papel, se halla activa  parte de una existencia bucólica y en cierta forma entrañable a pesar de las variadas contradicciones del coexistir  

Cada vademécum - ahora en fila desaliñada sobre las estanterías  recubiertas de  un efluvio humedecido de nostalgia - nos recuerda un intervalo preciso o el tiempo deshilachado y ya distante,  entre las rendijas de un  olvido asediado por esos fantasmas balcánicos en los que Robert D. Kaplan, tras los pasos de Rebecca West, veía en ello los cadáveres de los imperios centroeuropeos.  

Algunos de esos cuerpos, al estar recubiertos de carcoma y hondamente enterrados bajo escombros de tierra estrujada, se volvieron  amargo olvido.  

 Hace un largo tiempo que no caminamos hacia  Belgrado, ciudad eslava  de tantas conmociones, y aún así, el andariego  podría pasear sobre esa ciudad casi a ciegas, cruzarla como una sombra pegada a  los edificios grises, volver a descansar  en sus   recónditos parques entre los sauces blancos, las duras encinas, el suave fresno, aquel tilo solitario con sus hojas protectoras en el recodo de un claro estanque de agua cristalina, donde la ardilla roja, gozosa y confiada, comía pequeños trozos de nueces en nuestras manos. 

  En ese mismo instante, con el deseo de reposar bajo las murallas bizantinas, observaríamos a unas mujerucas a la sombra de  inmensos robles,  entretejer hilos blancos, azules, verdes sobre  rojos de sangre, la misma tonalidad  que cubrió  esa tierra eslava en la última guerra fraticida.  

 Hay vidas instauradas con páginas de libros, vientos de secano, caminos polvorientos, cortos amores o recuerdos sin fin.  La nuestra se levantó  sobre ciudades recónditas, pueblecitos sin nombre, calles, rincones y   placitas. Un conglomerado de cemento blanco, ladrillos y frescura para el alma.  

  Cada mañana, un tranvía pintado de color ambarino nos llevaba al hotel Moskova en el centro de la ciudad.  Bien lo recordaba Rebecca: “Posee todos los elementos de los grandes hoteles venidos a menos”. D. Kaplan es más descriptivo: “Camareros atentos, colchones incómodos, calderas ruidosas.”  

 En su principal  salón, envuelto en una  luz de un tenue bruñido,  desayunaba panecitos dulces mojados en chocolate espeso, mientras una orquesta de violines envuelve el espacio de una cadencia recubierta de  ensoñación.  

 El sonido del violín surge del alma,  y  la eslava se arrulla entre sus cuerdas, se mece con la evocación de su pasado - ardoroso unas veces, amargo otras - a modo de ráfagas de viento en dura inmolación para salvar a Europa.   

Belgrado  nos sabe hoy a lejanía, brisa sin retorno… calima sobre la espuma de los ríos Danubio y Sava vistos  desde  las alturas de la ciudad tan sufrida ella.  

 

rnaranco@hotmail.com 



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