La paz imposible

Repasamos  “Troya” de Gisbert Haefs, y sentimos que los mitos, no las palabras, nos han hecho demasiado daño. Nuestra existencia es una turbación permanente, un claro terror sin fin.

 

Entre Solón, Ulises, Paris y Aquiles solamente hay un río de expiración, aridez, heroísmo falso y demasiadas dudas.

 

Estamos construidos - dioses y hombres - de mala levadura, limo mal cocido. Algunas veces de un soplo de querencia frágil y opaco.

 

Existió un espacio, y no precisamente el mencionado por Flaubert, “cuando los dioses ya no existían y Cristo  no había aparecido aún”, en que el mundo  parecía un poco más malévolo, aunque eso no signifique que hoy no lo siga siendo en abundancia.

 

 Hay espanto por doquier, angustia sobre la heredad de los anhelos imposibles. Solamente nos queda el consuelo de un Dios, pero tan lejano y brumoso como la raya imprecisa dividiendo nuestro retraimiento.

 

En unas pinceladas de “Extraterritorial”, a cuyo autor, George Steiner, el mordaz, irónico y polémico Tom Wolfe desnudó despiadadamente, hay la epopeya humanizante de esta era que nos toca padecer y no hay grandeza de aliento para enfrentarla.

 

 Ese tiempo trajo estos fangos; también un embarazo ético: la expansión de la conciencia y la creación de nuevas  decadencias. Comenzamos, a todo lo largo del siglo XX, a escuchar el sonar las trompetas sobre las murallas de Jericó, es decir, el espíritu inquisidor envuelto en  los odios más recónditos.

 

 Uno de esos gritones hueros – y a su vez genial - fue Louis-Ferdinand Céline.

 

El autor de “Viaje al fin de la noche”  hizo desconsoladas las palabras de Sartre: “Nadie puede suponer por un solo instante que sea posible escribir una  buena  novela elogiando el antisemitismo”.

 

Céline amasó ese desprecio y lo envolvió en una ideología.

 

  En “Sinfonía para una masacre”, el galo reafirma cómo la derrota y desgracia de Francia  frente a los nazis fue resultado directo de “las intrigas judías, la estupidez judía y la reconocida asquerosidad de las influencias judías y sus complots en las altas esferas”.

 

 Tonterías malsanas y,  aún así, media Europa lo creyó como santa religión, y hoy lo sigue profesando.

 

 En una escritura escatológica, el autor describe a los hebreos como piojos virulentos en el cuerpo de la civilización occidental. Los presenta como un aborto racial, un conglomerado de pesadilla lleno de porquería y astucia, inteligencia estéril y avaricia.

 

“El judío – dice -  debe ser castrado o aislado radicalmente del resto de la humanidad. Su influencia está por todas partes, pero muchos gentiles son incapaces de detectar el hedor del gas de los pantanos. Es preciso entonces que esa caterva lleve un emblema claramente visible de su condición subhumana”.

 

 Desde entonces nada ha cambiado. Los mosaicos, con otros métodos acaso más refinados, entre ellos Internet, están siendo nuevamente   culpados de las dolencias existentes en la Tierra.

 

Uno de esos panfletos transportados por la red habla de  que los hijos de Sión crearon la plaga del Ébola esparcida por el continente de la negritud.

 

 “Ellos, como en los tiempos del Diluvio subirán al Arca (una vacuna escondida), mientras la humanidad perecerá en medio de grandes horrores”.

 

¿Simplezas? No, virulentas palabras para evocar la Troya imposible. Es decir, la falta de convivencia que nos ahoga.

 

 Yo miro el mundo lejos del ombligo de Europa mientras mi cultura está levantada de  retazos, pequeños pedazos con el deseo de no morir en el destierro.


En ese anhelo encontrar Ítaca  es una necesidad.



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