Otras cañas y más barro

Sobre  céfiros y  salitre,  esas aguas del Mediterráneo que observo cada amanecida en Valencia, surgieron los mensajes  de Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias. Igualmente forasteros sofistas de los recónditos avatares del espíritu. 

De igual pasión,  los poemas de Kavafis,  Odisea Elytis y Yorgos Seferis. A ese mismo tenor,   llegaron   sobre ese “lago grande” Cartago,  Grecia con su Partenón y la Democracia - siempre con  mayúscula -; igualmente  la Roma de los césares aunada a los atributos sagrados vueltos  arquitectura, mansiones inimaginables,  acueductos y calzadas que recorrieron medio mundo...  

Y en algún lugar de perennes amanecidas, en el refugio de Tivoli, el emperador Adriano,  recién disgregado de las páginas de Marguerite Yourcenar, se halla quejumbroso ante el adiós irremediable de Atinoo, el lozano jovenzuelo de su inconmensurable pasión lasciva   

 A cálculo de esas esencias arrebatadoras, el viajero se  halla  bien en estos  promontorios del mediterráneo valencianos  recubiertos de pinos negros, enebros, sabinas y  gaviotas reidoras que renacen cada alborada al socaire de esas aguas, y nos traen brisas de Capri. 

 Tras esas lejanas ensoñaciones y cruzando  la Albufera con sus arrozales,   suelo ir al encuentro de un vetusto amigo.  

El hombre acumuló sobre sus carnes  todos los años posibles, y cuando habla, lo hace  quedo, a la manera de  rumiar palabras o amasar  antiguas reminiscencias. 

 Emergió aquí,  entre balandras y  barracas de paja y barro. Se casó en  la misma orillera. Vio crecer  cinco  hijos y a todos los forjó adelante  con lo que el mar generosamente proporcionaba. Uno se murió en  una amarga querencia  bajo las cañadas. Aún lo recuerda: “Era alto, claro de mirada clara. Toda pasión”. 

 Los otros retoños se dispensaron entre los arrozales del Perelló y el Perellonet.  

Ahora, añejo y fatigoso, no puede salir a pescar, y no obstante, cada amanecida, se asienta frente a esos charcos añiles y les habla  con la amistad y la estima que sella un sólido compromiso.

 Anselmo – su nombre -  es apesadumbrado, pronuncia las palabras lacónicamente  hacia dentro.  Sus dicciones se mueven entre monosílabos: “Sí”, “no”; “quizá”,”seguro”, “tal vez”,  y al final, cuando se marcha  a su barraca de caña y barro, esparce un “con Dios” prolongado.  La incomunicación se convirtió  roquedal sobre su hálito mohíno, mientras  sus subterráneos silencios  se hacen  légamo amasado al socaire de los arrozales.  

 

rnaranco@hotmail.com 



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