La festividad del cordero

En un tiempo hemos vivido en el  Sahara  Occidental a orillas del océano Atlántico cercano a las Islas Canarias. Más que jóvenes en el linajudo sentido de la edad, teníamos apego  a las incógnitas de esa inmensa extensión de arena y pedruscos desolados que cruzamos intermitentemente desde Río de Oro -  nombre dado por los portugueses  aludiendo a  ese metal precioso – a la antigua  Villa Cisneros de los españoles y  actual Dakhla de los marroquíes. 

Esta semana primera de agosto acudimos cumpliendo dos  invitaciones: la de un amigo diplomático  y la de un joven comerciante  islámico que festejaba el nacimiento de su primer hijo. A la par,  asistir a la gran fiesta religiosa del cordero. 

 Somos  bebedores diarios  del  té marroquí  con hierbabuena, y paseantes sin cansancio entre los recovecos de las medinas y zocos, y la ciudad, capital del Reino Jerifiano, igual que Fez,  Tánger, Marrakech  y los pueblecitos de las cumbres del Gran del Atlas, son las joyas engarzadas de una raza linajuda y generosa con el  peregrino que siempre  ha ido a brincos sobre esas tierras al compás del gorrión de casero vuelo o  siguiendo a galope los resueltos  saltos de las gacelas. 

 Aquella época ha sido esplendorosa. He dormido cubierto de arena para guarecerme del frío, he bebido  con placer leche de cabra, sentí la inclemente fuerza del siroco,  y recubrí mis alucinaciones bajo el  cielo más  tachonado de estrellas que ojos humanos puedan contemplar.   

La cita en Rabat ha sido una dadivosa ceremonia religiosa bien marcada en las Suras del sagrado Corán, dándole la bienvenida hacia la luz inicial de  un recién nacido.  

El misericordioso   Profeta Mahoma  dejó dicho que todo  niño venido al mundo es un manantial  que Alá concede  a sus padres, dando vigor a los corazones, alegría a las almas y un inmenso  goce al ser toda nacencia el anhelo   persistentemente deseado. Y así  el padre  puede exclama al cielo protector:  

“¡Señor! Infunde en su carne toda tu  misericordia como hiciste  conmigo cuando yo era pequeño”. 

Durante los últimos 1.400 años, el Corán ha sido la base de la ley islámica y una guía de vida diaria. A lo largo de la historia los musulmanes han creído que el Libro Sagrado es la Palabra literal, eterna e inmutable de Alá. 

En Marruecos, dependiendo de cada región, la ceremonia posee diversas variaciones, siendo así que la celebración familiar de un nacimiento, tiene el  significado recóndito reflejo de una autenticidad  ante la mirada del Poderoso. Ese día se sacrifica  un cordero usando los medios para que no sufra, y su carne será plato deleite sabroso de los invitados.  

En esta ocasión presenciamos el “Día del Sacrificio”, primera fiesta del calendario musulmán tras el Ramadán. La festividad dura tres días, y se conmemora la ofrenda que hace Abraham  sobre su hijo Isaac.

Se sabe que al momento de clavar la daga, una voz le dice al patriarca: “¡Detente! No le hagas daño al muchacho, porque ahora sé que tú obedeces a Dios”. Abraham levantó la mirada, vio un cordero enredado en un arbusto. Lo agarró y lo ofreció como sacrificio a cambio de su muchacho. 

En esta remembranza de penetrante connotación religiosa, es obligación de cada creyente sacrificar estos  animales  durante  la llamada “Eid al Adha” o “Aid al-Adha”, nombres  que se traducen  como “La Fiesta del Cordero”.  Esa fuerza religiosa profundamente arraigada, hace posible que las familias de bajos recursos  ahorran cada año  para poder adquirir una cabra macho destinada al sacrificio como lo demandó Alá al profeta Abraham. 

La tradición judeo-cristiana y musulmana que tanto nos une al estar enraizadas en la creencia de un único Dios, nos debiera ayudar a comprender nuestros vasos comunicantes, que van de un sentido religioso  a la amplia cultura  que durante siglos  han  compartido esas dos creencias. 

 



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