Ser mujer

Es cierto: no es fácil ser mujer en estos tiempos competitivos. Las legislaciones occidentales expresan en sus textos la igualdad. Simple palabra. Al levantarse el telón de la realidad cotidiana, se verá descarnadamente un panorama desolador, subrayando en ello  menos trabajo y oportunidades.

 

El ente femenino ha pasado, y lo sigue haciendo, sobre los escalones del desprecio.  Algunas libertades han conseguido en ciertas escalas, no en todas. Grupos de damas/cañón  - impetuosas en sus esfuerzos -  se han situado al nivel justo,  tanto, que algunas se han masculinizado, traspasaron la esencia, aunque siempre será mejor eso que la esclavitud del sexo en forma de triángulo.

 

 En los llamados “cinturones sociales”, en los barrios de “ranchitos”, chabolas” o “villas miseria”, la mujer es un objeto sexual y de carga.

 

 En  pequeños sectores específicos  ha conseguido algunas metas sin llegar a la raya de lo justo, a la igualdad, a los derechos compartidos a partes iguales en todos los estamentos de la sociedad.

 

Si penetramos en la parte religiosa la realidad se complica. La Iglesia Católica, aún teniendo  a la mujer en un pedestal convertida en virgen, ésta siempre es santa y resignada, nunca combativa. Aunque en la Biblia las mujeres han tenido significativos papeles, son minoría.

 

En el Antiguo Testamento se mencionan matronas que desarrollaron un papel estelar. Tenemos a Rut, la bisabuela de David; a Débora, la gran madre de Israel; también a Rebeca, Miryam, Judit y una idea global de la mujer como símbolo de lucha, moral y reto: la Hija de Sión.

 

 En el Nuevo Testamento  está María, madre de Jesús, prototipo de “mujer”, en medio Ana, Marta, la madre de los Zebedeos, Betania y  María Magdalena, la prostituta hermosa y enamorada.

 

 En el Islam la situación lacerada e hiriente se convierte en desprecio y olvido. En tiempos del profeta Mahoma la mujer tuvo un papel preponderante; fue con el correr del tiempo que ciertas sectas tergiversaron  varias suras del Corán y las convirtieron en azote de la piel y alma femenina.

 

De ello hay ejemplos aberrantes,   solamente en la antigua Persia, la actual Irak, la mujer gozaba de más libertades y derechos que ahora en el tercer milenio de nuestra era supermoderna.

 

 Eran los tiempos de los mazdaquíes, tribu que exigía el fin de los harenes, el concubinato y la poligamia; de los sheyjíes, que proclamaban la igualdad de los dos sexos; del mahdi Alí Mohamed Bab, para quien el deseo de Alá era que hombres y mujeres fueran “tan libres como si estuvieran en el Paraíso”; de los bahais o del movimiento constitucionalista de comienzos del pasado  siglo, el cual supuso la abertura de la modernización abortada con  la Revolución jomenista e Islámica de 1997.

 

No vayamos tan lejos: al presente,  el maltrato a la hembra es una de las características de nuestra perenne sociedad machista. Todos los días los medios de comunicación informan de punzantes maltratos contra ellas  sin que exista una respuesta  colectiva al arduo problema.


Ya lo hemos recalcado en estas líneas: dentro de las páginas de las constituciones del mundo actual, el hombre y la mujer son iguales en derechos, algo que, desventuradamente, solamente coexiste sobre un pedazo de documento andrajoso llamado Carta Magna.



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