¡Ay la primavera!

Llevo sumadas muchas primaveras. Mis huesos, mis arterias y mi capacidad de ilusionarme y emocionarme están cada vez más desgastados. Yo procuro convencerles de que resistan algún tiempo más, de que les necesito muchísimo; de que les necesito desesperadamente.

        Hoy, sin razón aparente alguna, quizás porque despertaron mis más entrañables recuerdos el alegre canto de los pájaros y el perfume de las flores que celebran con una constancia, fidelidad y opulencia admirables la llegada de la más bella de las estaciones, estoy recreándome en un recuerdo muy especial, uno de esos recuerdos maravillosos que la desconsiderada niebla del tiempo intenta borrar con su despiadada goma destructora.

         Ella se llamaba Lela. Vivíamos los dos esa época exuberante, irrepetible de la adolescencia. Ella vivía con sus padres y hermanos en una casa cercana a un bosquecillo de pinos. Debido a nuestra juventud y represión religiosa familiar, teníamos prohibido enamorarnos y amarnos. ¡Ah, pero el amor no entiende de prohibiciones! El amor y el viento son libres, no existen fronteras que puedan pararlos.

          En esa época que evoco había menos ladrones, tanto de los de guanto blanco como de los de manos sucias y las ventanas de las casas no tenían rejas. Lela saltaba por la ventana de su dormitorio y se reunía conmigo en el bosquecito donde yo la estaba aguardando con el temor metido en el cuerpo de que, por alguna razón, no pudiese acudir a nuestra cita.

         Y de pronto la veía venir corriendo, bella, ligera, flotante como un sueño, y con su sola presencia convertía para mí el mundo real en mágico. Sus ojos deslumbrantes de ilusión se fundían con los míos radiantes de amor. Su sonrisa le hablaba a la mía. Nos cogíamos de las manos sin dejar de mirarnos y este contacto nos incendiaba el desbocado corazón. Era tanto lo que nos declarábamos con la mirada y la sonrisa que apenas nos quedaban palabras que decirnos.

         —¡Estás aquí!

         —¡Has venido!

         Y echábamos a andar nerviosos, hermanando el paso, algo saltarines, puros, todavía no nos habíamos dado el primer beso, aun nos bastaba con el inmenso placer que nos producía estar juntos.

         ¡Ay, Lela, en el día de hoy me conformaría con que estuvieras recordando lo mismo que recuerdo yo en este momento! ¡Hemos deseado tanto de la vida, y al final somos capaces de conformarnos con tan poco!



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