Una chica con seis gatos

Ella se llamaba Patricia Salmón, y él Aniceto Cantina. El día que se conocieron, ella tenía ganas de hombre, y él tenía ganas de mujer. Abandonaron el bar donde habían estado tomando copas, cogidos de la cintura y parándose cada cuatro pasos para calentarse las bocas y los cuerpos.

        Llegaron al apartamento de ella. Él aspiró el aire que llenaba la vivienda y a pesar de lo achispado que estaba reconoció:

        —Oye, tía, aquí dentro huele raro.

        —Sí, algo; es que tengo media docena de gatos  —confesó ella, nerviosa.

        —¿Y dónde están ahora eso gatos, que no los veo? —intrigado él.

        —Por los tejados. Si quiero que vengan sólo tengo que meterme el pulgar y el índice unidos dentro de mi boca y lanzar un silbido. ¿Quieres conocerlos?

        —No, no —presuroso—. Dejémoslo para otro día. Nosotros vayamos a lo nuestro.

        —Te aseguro que son muy mansos y cariñosos.

        —Otro día —tajante—. Mi máximo interés en este momento eres tú y el placer que deseo darte, y que me des tú.

        —Se fueron a la cama y lo pasaron bestial, pues ambos tenían mucha practica y además le pusieron el máximo entusiasmo.

         En su próxima visita al apartamento de Patricia, Aniceto conoció a los seis morrongos y aunque ella le repitió sus nombres varias veces, él no puso interés ninguno en aprendérselos. No le gustaban los animales domésticos y, especialmente menos los gatos.

          Al mes de mutuo abuso sexual por ambas partes, Aniceto se cansó de Patricia, de tanto usarla, y también se cansó (de esto muchísimo más) del olor a gato que impregnaba todo el apartamento, y de escucharles ronronear y maullar) y le dijo a Patricia, mostrando cara de sufrimiento, como si le costase mucho hacerle esta proposición, que escogiera entre los gatos y él.

        Aniceto se salió con la suya. Aunque lo hizo vertiendo lágrimas de pena, Patricia escogió a los gatos, dejándolo libre, que era lo que él quería, y ella, amante de la teatralidad, también.



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