Tajada mortal

Uno de tantos  informes presentados en las Naciones Unidas cada año sobre la situación actual de la mujer, es pavoroso.

Al decir del Organismo,  “a  pesar de los tremendos cambios del siglo XXI, la discriminación y la violencia contra las mujeres y las niñas continúan firmemente ancladas en culturas de todo el mundo".

 

Igualmente  señala que la educación y la salud se mantienen como bienes inalcanzables para millones de mujeres, despojadas también de sus  derechos legales. “Se presta poca atención a sus problemas médicos. Se les niegan oportunidades de trabajo y reciben menos salario que los hombres aún haciendo  la misma tarea”.

 

La organización  mundial recuerda que de los 300 millones de niños sin acceso a la educación, 200 millones son niñas. La misma proporción se mantiene entre los 880 millones de analfabetos: dos tercios son hembras.

 

 El aborto sigue siendo el drama afligido, el sendero desangrante las mujeres/niñas. Cada año se practican unos 50 millones de abortos, de los cuales  veinte millones se hacen en condiciones inseguras. A consecuencia  de ello también mueren miles.

 

  Con respeto a nuestro continente se nos recuerda: “En el caso de América Latina, las interrupciones del embarazo practicadas en malas condiciones provocan la mitad de las muertes maternales. Las chicas entre 15 y 19 años protagonizan al menos uno de cada cuatro abortos inseguros”.

 

 La mutilación genital ocupa un lugar de “honor” en ese cuadro dantesco, ya que alrededor de 130 millones de niñas y mujeres han sufrido mutilaciones sexuales en la última década. Cada año dos millones  de ellas se enfrentan a esa terrible práctica.

 

Hablar de esa práctica es de espanto. El tajo en la carne   sube desde el bajo vientre hasta el cerebro y allí se hace herida punzante.

 

Cierta muchacha cuenta temblorosa: “Me explicaron que dolía un poco, se equivocaron: fue el infierno. Perdí el conocimiento y, cuando desperté, estaba cubierta de sangre”.

 

Una matrona puso harina en sus dedos para que “la cosa” no se resbalara. Sara, nombre de la adolescente, odiaba hacer eso. “¿No  ambicionas casarte?”, le increpó la matrona. La niña/joven no respondió. Apretó los labios.

 

La “comadrona” tomó una navaja de barbero de filo brillante que en los versos de Federico García Lorca es fuego de luna llena  penetrando en la carne y rasgan a tirones el aliento.

 

La tablajera lo sabía bien. Mandó a la muchacha que abriera las piernas y cortó de un tajo certero el pequeño trozo de carne donde moraba la pasión, el deseo y la vida toda.

 

Desde ese día Sara empezó a ser una higuera estéril y asustada. La alegría se cuajó en las venas,  y  sus ojos  - hasta entonces grandes y brunos – comenzaron a miran sin ver.

 

 



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