Dejad el balcón abierto

En la tierra carpetovetónica, trashumante, donde la milana vuela bajo, el olmo llora permanentemente, la hembra va por los andurriales sobre caminos sin honra y luna cuajada de sopores, y ésta suele ser a la vez vulva y  testículo, no es extraño que Bernarda Alba fuera, en la mente de Federico, un transexual.

 

El discernimiento religioso de matrona / semental,   nació de la  fogosidad y los miedos de los sumerios, el pueblo más antiguo de la tierra, allí en el que  surgió Abraham y con él, después,  todo el sentido religioso que hoy nos envuelve en una y mil dudas, sin dejar de darle sentido a  las aprensiones.

 

 Sigo creyendo que Bernarda - el único hombre de la casa con puertas y ventanas trancadas -  solamente puede ser representada en su dimensión de madre, como un padre arisco, frío, amargado y doliente.
Hablar de  Lorca así, al filo cortante de la actualidad, es casi intolerable.

 

Se ha escrito  con sobrada razón que el poeta de la Huerta de San Vicente es el potentado de la dicción,  y no solamente por el sinfín de expresiones que emplea, sino también en la utilización de un inmenso mundo interior. Un estudioso afirma que en Federico hay una serie de palabras - mejor dicho, gemidos -  usados hasta la saciedad. "Más que repetirlas, las arroja todos los días porque le duelen y le aprietan el alma", y ante ello no tengo empacho en  decir que es el poeta más humano, sensible y extraordinario del pasado siglo XX, el mismo que tuvo de compañeros de viajes a ejemplares tan telúricos como  Joseph Brodsky,  Ezra Pound, Juan Ramón Jiménez, T.S. Eliot o Antonio Machado, entre otros. Y añadiría de pasada   a Naguib Mahfuz e  Isaac Bashevis Singer.

 

"La Casa de Bernarda Alba" fue la última obra de García Lorca. Era una tarde del  viernes cuando la terminó. Había, tras la ventana, un sonido de cigarras y el viento seco  olía a hierba y azahar. 

 

La fatalidad se concreta entre cinco hembras, cada una con un temple y un dolor entre pecho y espalda que rasgan hasta la saliva.
 El drama - griego en toda su anchura, si no fuera tremendamente lorquiano - arranca con la muerte del hombre que mantenía la luz, las sombras y la honra de la casa. En medio, como naciendo de las cenizas, hay otro “macho” cuya presencia gravita con la fuerza del deseo carnal rasgado de luto; es decir: no puede entrar  en esos muros de cal y canto el deseo cosido entre las piernas.

 

Y Bernarda lo expresa con esa amargura del adiós olvidado, hecho trizas, macerado sobre sábanas sin sudor varonil: “En ocho años que dure el duelo no ha de entrar en esta casa el viento de la calle”.

 

 A tal causa, toda la pena honda es masculina, femenina o metáfora bucólica.  Extramuros del alma.

 

 Leo a Federico con frecuencia. Entre él yo hay un puente de madreselvas azules, cante hondo, extraño viento de secano, alelíes y cardos en flor. Tal vez miedo o  frescura.

 

Voy de la soledad a la risa y de aquí al espontáneo reclamo del poeta: “Si muero, dejad el balcón abierto”.

 



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