Dura tierra

Madre tenía un pequeño transistor de pilas que la acompañó media vida. Con ese pedazo de alcalina negra, la soledad se le hizo algo más llevadera y el mundo que se alejaba de sus ojos, se le ensortijaba entre sus bucles blancos. Cuando hablaba, lo hacía hacia dentro; tantos años viviendo sola que aprendió a conversar con ella misma. Era una mujer de monólogo permanente. Cuando de tarde en tarde me acercaba a la casa en el barrio El Llano, en Gijón, sus ojos se encendían igual ascuas de luz. Me hablaba como si jamás hubiese abandonado el hogar.

 

-Hoy tardaste un poco, hijo. La cena aún está caliente. Siéntate. Hice una cazuela de verduras con patatas.

 

Ella eternamente hacía verduras y buñuelos. Los domingos, toronja. Sobre el blanco aparador de la cocina, con manchas amarillas, su transistor  le unía con el mundo. Jamás tan insignificante aparato de radio hizo más en la vida de una persona. Un día, era yo niño, se le cayó al suelo y se abrió por completo; aún funcionaba cuando lo tomó en sus manos. Estaba destartalado y se veían las tripas de sus diminutos condensadores. Con cinta adhesiva lo curó y así duró años, hasta su muerte.

 

El recuerdo de este insignificante artilugio vino estos días a mi memoria, al estar escribiendo un diálogo con mi querencia lejana. Sentado en su tumba, ella y yo continuaremos la charla interrumpida hace muchos años. La tierra se esparce perenne y la humedad se acurrucarse en sus huesos.

 

Una tarde, en la casucha de la calle “Eulalia Álvarez”,  madre preparaba su eterna verdura mientras escuchaba un capítulo de la radionovela “Ama Rosa”. Durante el tiempo que duraron los gritos, sollozos y abandonos de la novela, no pronuncié una palabra. Fue a la hora de la cena, y con el plato sobre la mesa, cuando le dije:

 

- Me voy a América

 

No movió ni un músculo de su rostro tejido de arrugas, parecía lejana  obre los prados inclinados del cercano cementerio sembrado de castaños y chopos.

 

-Ya lo sé.

 

-¿Quién te lo ha dicho?

 

- La sangre avisa cuando un hijo se va. Ella, como la saliva, no engaña. Yo siempre he sabido cuando estabas enfermo porque la saliva se cuajaba en mi boca, y supe de tu partida en el momento en que la sangre comenzó a caminar despacio entre mis venas.

 

- Regresaré pronto.

 

- El tiempo no existe cuando se es joven. Come, que se está enfriando la cena.

 

Tomó el pequeño transistor y fue a sentarse cerca de la ventana. Fuera, el viento aullaba.

 

- Hijo, en el aparador, dentro de un tarro vacío de mermelada, hay un poco de dinero. Tómalo, te hará falta. ¿Hace frío en América?

 

- Creo que no.

 

-Eso es bueno.

Inclinó la cabeza sobre el cristal, mientras la música salida de su transistor arropaba su cuerpo.



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