Virgen gótica

En lejana época solía escribir todos los días: notas sueltas, palabras vehementes, recuerdos rescatados. Era el cordón umbilical de nuestra vida pueblerina, serena y a la vez abatida. 

A la muchacha,  - sémola y retama fresca al mismo tiempo - le dejaba el sobre tras el ábside  cerca de la pila  bautismal de la iglesia romana con nombre de virgen gótica.

El papel,  hecho de  pasta de arroz, se hacía con la planta Artemisa que la abuela traía de la ribera del río, en donde el molino se volvía  un vendaval de fuerza desmenuzando  trigo y maíz.

Contaba ella que esa planta oriunda de las civilizaciones mediterráneas,  crece en diversos  rincones de la antigua Europa

 El fin de semana trascurrió leyendo a dos de los escritores menos  conocidos de la literatura europea. Uno de nombre    Sándor Márai, húngaro; el otro Leonid Tsypkin.  Éste se pasó una existencia describiendo un viaje de  Dostoiesvski con su tormentoso amor, Ana Grigorievna, en  la ciudad de Baden-Beden, y durante días y noches interminables  se jugaron la miseria monetaria entre  sombras inundadas  de licor  y cartas marcadas  en el casino del decadente  balneario alemán.

Dejo de escribir, abro el balcón y  una racha penetra húmeda  y helada  Te recuerdo lejana e inconmensurablemente perdida.

Durante ese tiempo  adolorido te embriagaban vientos alisios y los copos de nieve. “Moriré  - decías – sobre ese manto de armiño”. Siempre te respondía: “Un día iremos juntos  a  conocer  el lugar tras las montanas,  en donde nace esa blancura infinita”.

 Y esperaste ese alejamiento, y con la confianza, se te fueron los deseos de viajar,  al poseer los caminos, senderos, catedrales, albergues, serenos valles, puentes y ríos frondosos, en la retina de  los ojos grandes y azules cual el mar bravo y cercano.

Con frecuencia, cuando caminabas a mi lado decías queda: “Es mejor soñar que viajar”. Me  tomabas de la mano y añadías: “Así me canso menos”.

 Los años que nada perdonan, nos hicieron un ovillo de sensaciones vagas. Un día de aliento cansado, te alejaste. Fue un corto tiempo, quizás te acostumbraste a mí hipocondríaco cuerpo    y necesitaras el calor de nuestros silencios.

Recuerdo que al verte entrar en de la casa  todo se llenó de gozo, y pensé, viéndote de nuevo  tan cerca, que aunque escapemos uno del otro, la esencia del cariño  quedaría en las paredes acicaladas de sensaciones imperecederas.

Venías  solamente a despedirte y  llenar un  pequeño equipaje de los exiguos objetos que poseías. Algunos libros, algo de ropa y poco más. Dijiste: “hasta luego”, y esa definitiva partida   ha durado un lapso perenne y abatido.

¡Quién sabe a sapiencia cierta de los ventarrones del alma! 

El bardo de los enredos afectivo, cuando cruzaba  bajo la rejuela de la ventana, solía  decir inequívocamente  con sapiencia:

 “Jamás hay que ser el primer amor de una mujer, sino el último”.



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