Memoria de un recuerdo de cine

Se ha dicho que la película “Casablanca”  es la evocación de un sueño compartido  con las equivocaciones que se van integrando en  los entretelones de la existencia. 

 Se  van a cumplir 80 años de tal vez  la mejor película en la historia del cine, y cuya filmación, que no se hizo en la ciudad marroquí  de su nombre, ha estado colmada  de permanentes momentos  dubitativos. 

Hacerla fue intentar unir un  rompecabezas diseminado en una inmensa playa. Un director – Michael Curtiz -  que aún siendo genial, le puso poco o ningún interés; unos actores negados a hablarse entre ellos, con  un guión construido a pedazos y sin ninguna  idea de lo que en realidad se quería hacer,  resultó al final que ese drama “kitsch”,  algo parecido a una horterada cursi, se convirtiera en el reflejo íntegro  de las efusiones pasionales en su mayor grandeza. 

Umberto Eco, el  mítico autor de “El hombre de la rosa”, expresó de “Casablanca”  que todo estaba impreso  en esa filmación, ya que justamente  ahí se representan “otras mil películas donde cada actor repite un papel interpretado otras veces y opera en el espectador la resonancia de la intertextualidad”, es decir, la relación directa de un argumento con uno o varios textos que son reflejo genuino de las fogosidades, aprensiones, dudas y querencias del ser humano.  

 Y ahí  está,  como parte idealizada,  el reflejo palmario de cada una de las ciudades de la entonces Europa desvastada,  y es que Casablanca, urbe esparcida sobre las orillas  del Océano Atlántico, es en la película homónima el mito resurgido de una épica centrada en el conflicto bélico que hizo desgarro  la Europa pisoteada.  

El Night Club de Rick, falso local que ha explotado con éxito el núcleo de la película, expande el melodrama incomparable que se desarrolla allí y que jamás sucedió en esa ciudad.   

Todo el espacio del local  está dispuesto  para que riadas de turistas – muchos japoneses, muchos chinos – se embelesen con una odisea pasional  escenificada entre  la enigmática y bella  Ilsa y el duro Rick Blaine, un personaje  mundano, cínico,   con poco escrúpulos,  que tira por la baranda sus viejos movimientos al borde de la ley y asume al final el papel  del hombre bueno de la  historia.  

Sucede al último minuto, cuando  las hélices del avión girando llevarán a Lisboa, y de allí a la libertad, a la mujer que amó en París con locura y que ahora va un unida a un héroe de la resistencia francesa contra los nazis. 

Rick  había tenido en un instante el gesto más homérico de su vida. 

Viste  chaqueta blanca. La mirada  ausente en el vaho del tabaco negro que trasfigura  un amor nunca olvidado vuelto a encontrar aquella anochecida, y en esa escena nos parece ver el retorno  que únicamente ocurre una vez en la vida: el reencuentro de una querencia vivencial, un punzonazo, una cicatriz  abierta  y humedecida convertida en pasión imperecedera. 



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