El malecón de La Habana

En la isla, a partir de la llegada de Fidel y sus guerrilleros – hace más de 60 años - ,   y en el resto de  las ciudades y pueblecitos de la isla, partiendo de Guanahacabibes hasta más allá de Sierra Maestra, la aparente dignidad se encierra  en recibir consignas revolucionarias como si el mundo no hubiera cambiado, mientras se sigue escuchando una y otra vez “Patria... o muerte”, algo que los antiguos descendientes de los mambises dicen, con juicio,  ser un pleonasmo. 

Es  sabido que la pasada semana  cientos de cubanos, cansados de tantas décadas de oprobios, salieron a las calles de La Habana y otras ciudades del país,  requiriendo libertad, una emancipación que el castrismo ha cerrado a cal y canto, y cuyos anhelos han sido lanzados a las profundidades del Golfo de Florida, ese mar culpable de haberse ahogado docenas de  soñadores en busca de las costas  de Florida.   

El bembón de piel carbonífera Nicolás Guillén, en versos marcados en compases de sóngoro y hablando  “inglé”, lo marcó  con  palmera carbonizada: “¡Ay Cuba, si te dijera, yo que te conozco tanto bajo tu  risa ligera!”. 

Al unísono, el general mambí Antonio Maceo – héroe de la isla que se muerde la cola – sellaba estas palabras sobre el tronco de un cocotero erguido: “La libertad no se pide, se conquista a golpe de machete”.  

Ahora  ese valor está  pulverizado, arrastrado  sobre un  conformismo que se volvió amarga  rutina envuelta en desengaños.  

Quien haya estado en La Habana aprenderá que ningún habitante recibe los derechos que cualquier turista de ton y son goza mientras se tuesta  en las playas de Varadero o bebe ron en la conocida sala  del Tropicana abierta a todo excursionista dolarizado. 

Alejo Carpentier expresaba que  La Habana “es una  litografía alicaída y  anticuada, reflejo  de la más lúgubre expresión del colectivismo  comunista”. Esas palabras muestran la forma en la que se ha ido hundiendo una ciudad que ha sido  admiración del continente por su arquitectura, y que los “barbudos de la sierra” han dejado al fresco  de un decadente meandro 

 Aun así, el pueblo cubano  canturrea, ansía, susurra y sigue las predicciones jamás cumplidas de sus  babalaos a las puertas de las desvencijadas viviendas,  con el mismo garbo e impavidez  que sale con una bolsa de plástico a buscar algo de conseguir por esas calles  que  agarrotan el anhelo hasta el cansancio, al ritmo esclavista  de “Patria, socialismo o muerte”.  

Cuando el 8 de enero  de 1959 llego Fidel Castro a La  Habana, una semana después de haber triunfado su revolución  en Sierra Maestra, alguien le preguntó  al inmenso malecón de luz, salitre e historia, como quería ser llamado tras el triunfo de los barbudos: ¿Señor o compañero? 

El gran paseo respondió: 

- Señor, pues tengo más tiempo de vida como amo de mí mismo que ahora como camarada barbiluengo. 

 Este bulevar frente al mar del Golfo de México, comenzó a construirse en 1901 y concluyó la primera etapa un año después para ir marcando la fisonomía de la ciudad vieja que, con sus 7  kilómetros de largo en la actualidad, entre el río Almendares y el Puerto, ha sabido guardar  los anhelos de libertad  y las destemplanzas de uno de los pueblos más hospitalarios y bucólicos del Caribe. 

 



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