Ciudad de vinos y quesos

Nos llegó un mensaje del amigo que durante unos días  fue nuestro baquiano en un viaje oficial a Francia, cortesía del gobierno galo.

Siendo él un experto en Leonardo da Vinci, nos hizo la más amplia presentación de la figura de Mona Lisa, lienzo  que visitaríamos a la mañana siguiente de nuestro encuentro  en  el Museo del  Louvre.

Los desplazamientos, ese  instinto  de recorrer atajos, subir crestas, entrar en  ciudades nuevas, doblar ensenadas y cruzar fronteras, son una parte del aprendizaje juvenil, mientras ya en la madurez se alza el sostén de la experiencia, “la gran demostración de las demostraciones”,  en palabras del marqués de  Vauvenargues.

Toda persona que transite  París, aún siendo   una sola vez, no la olvida nunca. Podrán existir otras metrópolis, y aún si ninguna comparable en lo espiritual y lo afectivo a esa urbe en  que cada paleta del pintor encontró su propia luz.

Miguel de Unamuno vivió en un hotelito de la Plaza Vendôme cuando contaba con 25 años. Regresó treinta años después y, aunque nada era lo mismo, la mirada lo percibía todo igual, al ser el encanto de la luminiscencia de esa ciudad un arquetipo de matices   perdurables.

Tal vez para algunos visitantes, esa metrópolis  que   embelesa, esté ya únicamente en la presencia impregnada de las sensaciones  acumuladas.

Es certero: a los  veinte años, uno se asombra de lo que va mirando con pasos aletargados haciendo andaduras; a los sesenta y algunos otoños más, la curiosidad se hace sedentaria y se aprecia más el cimbrear de un cuerpo de muchacha lozana que un cuadro de Monet.

Existen dos  lugares en París  poco  visitados:  uno de ellos  las catacumbas, unos 300 kilómetros de un mundo recóndito donde hay criptas como la de San Sulpicio, cementerios con magnos osarios e inmensas canteras de yeso y piedra caliza, con cuyo material se han construido los más emblemáticos edificios de la ciudad.

El otro espacio inaccesible y silencioso,  son las alcantarillas, un  mundo con ríos, avenidas, plazas y galerías, que solamente bajando a lo más profundo del subterráneo se puede apreciar en su  prodigioso esplendor.

 Allí, en alguna parte de “Los miserables”, Víctor Hugo hizo bajar a Jean Valjean con un Mario desvanecido en sus brazos. El escritor dice que Jean encontró una especie de largo corredor subterráneo, donde “había allí paz profunda, silencio absoluto, noche...”.

 Observación aparte merecen  los restaurantes, representación genuina de Gargantúa y Pantagruel, que fue necesaria  una revolución - entre otras causas - para sacar  a los cocineros de los palacios de la nobleza y obligarlos a abrir establecimientos  entre  el pueblo soberano.

En el mismo perfil se hallan los vinos  que, semejante a los quesos, uno ignora cuántos hay en Francia. De los primeros, docenas de marcas; de los segundos, más de cuatrocientas variedades. Elaborados con leche de vaca, oveja o cabra, cubren  la variada geografía del país.

Hay admirables historias  de ellos: Ejemplo: el llamado “Brie”.

Originario de la Ile-de-France, es  preparado con leche completa y es de curación rápida; posee una corteza rojiza y un sabor a avellana verde. Ya en tiempos de Talleyrand, canciller de Napoleón, esa lindeza  fue elegida rey de los requesones. A su lado, como delfines, el Camembert, los Roquefort, el picante y oloroso Epoisses, mientras el Cantal, ya mencionado en sus crónicas por Plinio el Viejo, mantiene en alto el estandarte de la Flor de Lis por ser el más anciano de todos ellos.

Una confesión al lector: el escribidor nunca he podido probar un  queso. Lo confieso: Algo vergonzoso tendría que haber en nuestra  revoloteada existencia.

 



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