El ingreso minimo vital y la dignidad de la persona

Por Real Decreto de 29 de mayo, se aprueba el ingreso mínimo vital. Aplaudo la medida. Soy partidario acérrimo de este tipo de mecanismos, que, por cierto, ya estaban implantados en muchas comunidades autónomas, aunque con perfiles diferentes. 

 

Y digo que simpatizo con estas medidas y las defiendo a ultranza porque, si es necesario proteger a las personas en las situaciones de necesidad, se hace aún más perentorio cuando se desencadena un acontecimiento de la magnitud del COVID-19.

 

Si el ciudadano ante una situación de excepcionalidad no se siente protegido por el Estado, su tendencia natural es irse a los extremos, y es sabido, porque lo vemos a diario, que los extremos, sean de derechas –Vox– o de izquierdas –Podemos–, ponen en jaque el sistema, aunque unos se mueven dentro de la Constitución –los primeros– y otros la ponen permanentemente en jaque –los segundos–. 

 

La medida que entró en vigor el 1 de junio reviste cierta complejidad, y ya veremos cómo se gestiona. Esperemos que con mayor agilidad que los ERTE, que, a pesar de haber transcurrido tres meses desde el inicio masivo de su tramitación, aún no se han abonado, sumiendo a muchos trabajadores en una difícil situación económica.

 

A mi juicio, una medida que necesita utilizar seis páginas a doble cara para la exposición de motivos, treinta y siete artículos, cinco disposiciones adicionales, siete disposiciones transitorias, una disposición derogatoria, once disposiciones finales y dos anexos, todo redactado farragosamente, es una suerte de panfleto ideológico en el que prevalece la desconfianza de sus redactores, tanto en la ejecución como en la buena fe de sus destinatarios. No se explica, si no, el importante régimen sancionador que incorpora. 

 

Es cierto que muchos de sus destinatarios serán los parásitos habituales del sistema, acostumbrados a vivir del presupuesto público sin dejar de practicar la economía sumergida, pero no lo es menos que también se incorporarán ciudadanos que se han visto afectados por la crisis subsiguiente a la pandemia y que merecen, sin lugar a dudas, que el Estado se encargue de ellos y los proteja.

 

Es precisamente pensando en estos ciudadanos y en su dignidad como personas por lo que echo de menos en la regulación de este ingreso la exigencia de supeditar su percepción a la realización de trabajos a favor de la comunidad: limpieza de ríos, desbroce de montes y cuidado de enfermos son algunos ejemplos. Se debaten y enfrentan así dos tendencias: la que propugna que la dignidad está en el trabajo y la que entiende que está en el ocio.

 

No deberíamos olvidar que «hombre ocioso rara vez será virtuoso» y que «el ocio, para algunos, es negocio».



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