Dos facetas

Del ojo facetado con que los asturianos registran diversos aspectos de su realidad. La primera es La huella de Gaspar Casal, un libro coordinado por los doctores Joaquín Fernández (ya muerto, por desgracia) y Venancio Martínez, y subtitulado «Homenaje de los médicos asturianos en el 250 aniversario de la publicación de la Historia natural y médica del Principado de Asturias». Ciertamente, no es necesario tener una especial emoción hacia lo asturiano para fijarse en la figura del doctor Casal y la obra que traducía una práctica y un pensar innovador dentro de las rutinas médicas tradicionales de su época. Pero yo sí creo ver —más allá del carácter alocal con que se pueden contemplar la persona y la obra del gerundense afincado largo tiempo en nuestra tierra—, en el libro impulsado por la Real Academia de Medicina del Principado de Asturias y por el Ilustre Colegio Oficial de Médicos del Principado de Asturias, una mirada especial, de carácter asturiano, en relación con esa figura y la evidencia social y médica por él aquí observada.

En realidad, esa cosmovisión de entrañamiento local viene a prolongar una tradición que arranca en 1900, cuando los doctores Arturo Álvarez-Buylla Alegre y Rafael Sarandeses Álvarez, con el impulso del asturianista Canella, preparan la reedición del libro de Casal, que sufraga la Diputación Provincial, la misma institución que en 1959 volverá a publicar el texto. Respecto a La huella de Gaspar Casal, un conjunto de estudios en torno a la persona y la época, es significativo que hayan sido dos destacados asturianistas quienes se hayan encargado de impulsar las colaboraciones: Joaquín Fernández, autor de magníficas indagaciones etnográficas y escritor en asturiano, y Venancio Martínez, quien con cierta frecuencia acude a las páginas de La Nueva España no solo con cuestiones relativas a su especialidad, la pediatría, sino con reflexiones que le provoca Asturies, especialmente su zona occidental.

El otro espejo en que he visto estos días reflejada una parcialidad de la realidad asturiana es Entre manzanos, de Alfonso Camín. Entre manzanos, primer libro de sus memorias, que abarca desde el día de su nacimiento, en 1890, hasta 1905, la fecha de su partida a Cuba a fin de evitar su conscripción para la guerra de Marruecos, constituye un texto apasionante, en el que apenas hay una página que no tenga algunas líneas aprovechables, como dato histórico o etnográfico, como apunte cultural, como reflexión social. Y, entre todo ello, la propia personalidad del personaje, curioso intelectualmente, aguerrido, osado, peleador, ingenioso, apasionado desde sus primeros pasos. Naturalmente, la memoria está reconstruida desde la madurez (1952 es la fecha de su primera edición, manejo yo ahora una reedición de 2013), lo que probablemente ponga un punto de «invención» en tal o cual matiz, en tal o cual hazaña de las realizadas por el personaje-niño. Pero ello permite, al mismo tiempo, imbricar la narración de modo más completo en el ambiente social de la época y en el contexto histórico en que sucede.

Si una expresión pudiese definir la peculiar marca vital con que Camín se enfrenta a la memoria de su existencia y su circunstancia, sería la de «voracidad asturiana», en cierta  medida parangonable al modo en que el Pablo Neruda del Canto General parece tener un gaznate insaciable para con los «objetos» del mundo hispanoamericano. En la obra de Camín aparece de todo: léxico asturiano, cantares, creencias populares de las que solemos llamar «supersticiones» (como las culebras que maman, la piedra del cuélebre, la mordedura mortal de les gafures); noticias sobre el último xixonés en vestir el calzón corto y la montera picona como prendas de su hábito diario; la presencia en la ciudad de una mujer torero o la del rey Alfonso XIII; los juegos infantiles, les esfoyaces y romerías; un largo catálogo de pájaros; curiosidades como la de una extensa pumarada no sometida a la alternancia de la vecería (que el padre, al verla, exclamaba que el paraíso sería semejante a ella); la construcción de un hórreo de botellas de sidra para la Exposición Regional de Xixón por parte de la champanera de Los Pablos, de Colunga…

Pero en el poeta de Roces no existe solo esa omnipresencia de los datos inmediatos de la tierra, sino también una reflexión sobre Asturies y el ser asturiano. La traza, por ejemplo, al comparar la reacción distinta con que «el mal de ausencia» afecta a asturianos y gallegos o, con conclusión sorprendente, cuando echa la culpa de que en Asturies no haya grandes poetas (¿él incluido?) a la fabada.

Pero, sobre todo lo hace cuando años más tarde, al volver a la patria, reflexiona —en texto que se incluye en el mismo libro— sobre nuestros ser e historia, con ideas que, en parte, recuerdan el sentimiento motor de La aldea perdida:

«Pero el paisaje [en Roces] es otro. Mejor dicho: en nombre del progreso, desaparece el paisaje, como la gaita en nombre del manubrio. [El carbón] es peste que ennegrece las aguas, acaba con el rubor de las mozas, envicia los hogares, seca los manzanos y termina con el jugo de la tierra y con la belleza de la campiña asturiana. Sin embargo, parece que la alegría y la paz no logran entenderse con el carbón y el trabajo. Gijón es más triste que antes. […] Asturias sigue emigrando. Antes emigraba a La Habana, a Norteamérica, a México, a Buenos Aires. Ahora emigra a otras provincias de España. Pero sigue emigrando. Nadie sabe la causa de esta constante emigración y de esta tristeza, de este desgano, de esta falta de afanes que eran antes la flor de Asturias. […] Asturias, como en los tiempos de Pelayo, tiene que volver a reconquistarse a sí misma. Y lo hará, echando afuera todo lo que no es de casa, y temblad, magüetos y teutones. Porque Asturias, que no admite separatismo ni extranjería, al reconquistarse a sí misma, hará también de nuevo la reconquista española».

Pues con ellos los dejo. Dos facetas del ojo multifacetado con que se capta y ama a Asturies.



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