Chocolate caliente

Los muros, arboledas, querencias  y estanques de agua,  son esquelas de memoria no resignadas al olvido.

 

El linajudo William Saroyan, escribió un puñado de epístolas en un París – antes y ahora - moteado de piedras añejas, bohemia etílica  y utopías imperecederas.

 

En esas páginas - “Cartas desde  la Rue Taitbout” -  el  autor armenio esboza historias pequeñas asombrosamente matizadas,  como si intentara amasar  el buen pan de cada día.

 

La vida continuamente  reverdece de diversas maneras,  y solamente el tiempo macerado  va dejando en los  canalillos de la piel los anhelos  convertidos en madreselvas o escarcha humedeciendo la mirada.

 

 El lugar donde vivo, un apartamento  abarrotado de  libros usados y fajos de periódicos, es el eslabón con el  que vamos  forjando cada crónica, apoyada en noticias  venidas de esa red inexplicable - para mi generación -   llamada Internet.

 

 Somos, no hay la menor  duda, producto de retazos cuyo único y verdadero trabajo es ir uniendo acontecimientos cotidianos  de la mejor manera posible.

 

 En medio hay algo certero que siempre hemos sabido: los escritores  imbuidos en genialidad e intelecto, son capaces de hacer de una hoja caída, el trinar de un pájaro, la voz de un niño o cierto ramalazo en el corazón, un poema que trasciende más allá de la propia tumba.

 

 Lo confesamos sin pesadumbre, al haber cruzado hace tiempo  la raya del horizonte: no nos cuesta en verdad escribir un folio, tenemos lo que se llama “oficio” viejo, y aun así  sirve de poco al momento de hacer páginas perennes, esas que cuando otros las leen, sienten cierta  conmoción interior difícil  de explicar, y como el buen licor,  deja un poso en los labios o cierta sensación de placer indescriptible.

 

 La creación  suele llegar después de largas horas delante de una cuartilla. Hay compendios, dicen,  para enseñar a escribir, pero deben ser tan nulos como un tratado para instruirse en el amor.

 

Muy difícil es la artesanía de las palabras, no obstante una vez delante de la hoja blanca, azul o ambarina,  no quedan muchas opciones válidas: uno debe seguir adelante, a no ser que arrojemos  la propia vida y sus alucinaciones al cubo de la mugre.

 

De los anhelos es mejor no escapar, sino marchar a su lado. A lo mejor se apiadan de nuestra  angustia y nos ayudan a rellenar la cuartilla. 

 

Siempre hay en cada uno de  nosotros una última cuerda salvadora, un resorte escondido, la necesaria sensación de que se debe caminar escalando los avatares, y decir al unísono  los versos del poeta: “Mucho nos queda que hacer hoy, hay que matar de todo los recuerdos, hay que de pena hacer el alma, hay que aprender a vivir de nuevo”.

 

El “don” o la fuerza, se halla hace tiempo  en nuestro ánimo. ¿Sabremos sentirlo?

 

 No es ésta una crónica de superación interior tan en boga en los anaqueles de las librerías, sino una “pequeña taza de chocolate caliente”, la misma que reconforta y despabila el entumecido aliento envuelto en remembranzas del  alma.

 



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