Comentaristas de vía estrecha

Instalados en un supuestamente inexpugnable castillo, algunos comentaristas, mande quien mande, se apresuran a ser los primeros en dar cada notica de que procede ponerle como no digan dueñas.
Pienso que en el fondo, y desde luego en la superficie, la mayor parte de estos eruditos de vía estrecha, cotilleros sociales y sanguijuelas económicas, disfrutan cada vez que, humano, otro mandamás comete alguno de los errores a los que por su parte hacen poco para escapar quienes habiendo llegado a la conclusión de que como “esto” no tiene arreglo, lo mejor es que se salve quien pueda y mejor si pueden ellos, “vida por vida ….”
“Esto” ha acabado por superarnos a todos. Ni los más sabios aciertan a cómo poner un remedio que, por otro lado, casi todos saben en lo que debería consistir. El problema es aplicarlo de modo que duela lo menos posible. Ahí está el quid. En rebuscar esa solución, pienso que taumatúrgica o feérica, andamos dando tumbos, ora que nos duelen las extremidades diestras ora que las siniestras. Creo que ninguna por sí sola vale, que hay que ponerse a inventar.
Inventar lleva tiempo, hay un tránsito. Ese tiempo y ese espacio del tránsito son las coordenadas del doloroso conflicto con que la humanidad ha de enfrentarse y recordaréis un cuadro que hay en zona cuando yo lo vi mal iluminada del Louvre, “Los náufragos de La Meduse”.
La vida es así y a las vacas gordas suceden las flacas y viceversa. Disponemos del ingenio para tratar de equilibrar sus épocas. La dificultad estriba en que somos exagerados con tendencia al extremismo y las radicalizaciones. Cuando hay, carpe diem, nos apetece agotarlo todo, no sea que se acabe. Cuando no hay, lo que procede es buscar culpables, si no los hay, pintarlos y echarles los perros de Tíndalos.
Contaba su padre de un niño de la familia que cuando los paradores nacionales ponían aquellos numerosos, abundantes y suculentos entremeses, a él y un amiguín, durante un viaje, se los pusieron en mesa aparte de los mayores, que, sorprendidos, vieron que ambos niños se echaban a llorar amargamente.
¡Si los comemos –hipó uno de ellos- se acaban! y si no los comemos ¿pa qué sirven?

A veces, las paradojas más cómicas desembocan en grandes o pequeñas tragedias.



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