El mejor compañero deseado

Si hubiera podido escoger, en aquel tiempo distante, a un amigo para deshacer entuertos y trajinar caminos en aquellas tierras de la América Latina,   en donde  he pasado más  de media existencia, sería Adolfo Bioy Casares. El escritor argentino era conversador, clarividente, sincero en sus apreciaciones, amante tórrido, compañero hasta el sacrificio; sin duda, un héroe de nuestro tiempo,  siguiendo la épica ensalzada de  Mijaíl Lérmontov. Cuando partió de esta tierra en 1999, yo estaba leyendo  “De jardines ajenos”,  páginas que nos proporcionaban una imagen de su inconmensurable cultura,  y el reflejo de  un soplo irónico y reflexivo. Lo conocí de refilón una noche de centellas, truenos y lluvia, en un bar literario, café de arte, o esquina de encuentros - todo era a la vez - en el número 502 de la calle Chile, barrio de San Telmo, en una de esas escapadas  a Buenos Aires, con motivo de haber sido nombrado miembro de la Fundación Gardeliana del Plata, razón siempre presente para bajar desde el Caribe al encuentro del Sur. Era “La Poesía” – así se llamaba el bar -  una especie de ateneo arrabalero. Cada noche, entre vaho de alcohol y mate, se presentaban libros, se hacían lecturas de poemas, espectáculos espontáneos de  tangos, y hasta la madrugada, reuniones informales donde perennemente alguien, entre sollozos y recuerdos de Perón y Evita, pedía integrar un pelotón para sacar en pijama al presidente de turno, que posiblemente a esa hora dormía plácidamente en su residencia de Los Olivos. El autor de “La invención de Morel”, llegó acompañado de una madura mujer aún hermosa, con un aire entre  Rita  Hayworth y Liv Ullman, si esa comparación se pudiera hacer.

Estuvo unos minutos, lapso suficiente para  beber unos vinos, recibir un poemario de Rubén Derlis, según supe después,  y al instante, igual que el personaje del cuento “Máscaras venecianas”, desaparecer.Tiempo después el último aristócrata de las letras argentinas penetraba en la casa de las sombras. Sus muchos amigos ya instalados allí, lo recibieron con alborozo, y hasta abrieron las tranqueras del “El viejo almacén”.

Murió, señalan,  víctima de una falla multiorgánica, pero uno cree que de una  ausencia insalvable. Ya no tenía con quien hablar, ya que  Emilio Gauna - el último de sus personajes -, se perdió un día de 1927. Demasiado tiempo para seguir  esperándolo en el zaguán. Nació en una familia de estancieros. Un crítico literario  en el diario “Clarín” lo retrató:“Gozó, sin culpa y sin apuro, de una identidad obcecada de escritor. Se nutrió de esa esmerada formación cultural francesa que daban a sus hijos las familias de alcurnia y heredó de su padre la pasión por los libros. Cuando era un niño,  le envolvían en fábulas, poemas y fragmentos del Martín Fierro.” Con Jorge Luís Borges le unió la literatura – escribieron  durante un largo tiempo “al alimón” - . De igual forma,  sobre la ternura y la pasión  por Silvina Ocampo. “Pibe - le saludó el ciego de Rivadavia al verle entrar en el cementerio de La Recoleta -, habéis tardado mucho en venir, os gustaban las grelas en demasía, pues descangayado como ya sois, seguías siendo gavión por la cortada de La Valle para compadrear con todas” No hay incertidumbre alguna: para nosotros, siendo aún ahora   nuestra persona  un bohemio de la subsistencia sin cerradas noches,   hubiera sido un buen compadre en tardes de ensueños  y, ante todo, inconmovible sobre todos los vientos de la existencia.

 

 rnaranco@hotmail.com



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