Marrakech sobre un vivo recuerdo

Durante años,  la ciudad de Marrakech – brutalmente despedazada por las entrañas de un monstruoso terremoto - constituyó una parte  apasionante y afectiva de mi  existencia, cuyo recuerdo  sigue  hoy fusionado sobre el cuerpo ya lacerado.  

Alá sabrá el  fundamento de ese desgarrado escarmiento sobre hombres, mujeres y niños inocentes, y aún así, nuestro azaroso discernimiento se ha transmutado en saliva, mientras  los pueblos bereberes   de la cordillera del Atlas marroquí, entre desfiladeros y barrancos, le siguen inquiriendo al edén protector, mientras   preguntan la  Meca:  ¿Por qué Alá nos ha olvidado? 

 A partir del  momento malévolo  en que el terremoto demolió  Marrakech, el pensamiento volvió a las recordadas cumbres montañosas, en cuyos meandros,  lugar en que las gacelas siguen buscando  la frescura  de las primeras brumas de la noche, nuestra  mirada se adormilaba sobre un cielo estrellado que casi podíamos palpar con las manos. 

Cada año, ya en época del gran Mulay Ismail, descendientes jerifianos  del profeta Mahoma, rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech y colocaban bajo su protección a las distintas tribus nómadas de la misteriosa región, tan extraña y profunda como un cuento de Paul Bowles al  desgarro del  antiguo “Café  Glaciar”, con su galería única hacia la plaza  Jemaa el Fna, un mosaico humano de tenderetes que ofrecen lo inimaginable dentro de una barahúnda de comprar y vender.  

 Allí todo se consigue. Es un espectáculo imponderable, asombroso.  Uno acude a la inmensa plaza a sentir, palpar, absorber, degustar platos rebosantes de especies, saborear té de menta, escuchar músicos improvisados y pasmarse ante unos monos remontando a nuestra espalda o serpientes adormiladas que un flautín hace subir del suelo empolvado, mientras la gran explanada   se llena  de pasmosas historias de Aladino o Simbad el Marino.  

Se mueven  aguadores de coloridos atuendos y añejas adivinadoras con cartas de Beirut, mientras doradas turistas nórdicas idealizan  con ser raptadas por  un mercader de esclavos y  llevadas a disfrutar una luna  de lujuria en los aposentos del hotel La Mamounia, en donde cada una de ellas será una nueva   Sherezade del serrallo.  

Y ahora,  bajo el apesadumbrado ramalazo que nos aflige, la tragedia de  Marrakech se hace  más profundamente nuestra, al  haber  convivo añadas en esa heredad  que me envolvió la sangre de té verde.   

 

rnaranco@hotmail.com 



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