Triste arboricidio

Se enciende el lucero, probablemente, más allá del edredón de nubes que hoy nos agobia llorando a ratos el orballo característico de este inicio de verano, escucho una selección de Jack Jonhson, sorbo con el habitual deleite las últimas páginas de una novela de Ian Rankin, policíaca, claro, que por añadidura narra el último caso del cansadamente escéptico inspector John Rebus, definitivamente anclado, sin él saberlo, en el corazón de la sargento Siobhan Clarke, que es probable que ascienda la semana que viene, cuando el inspector, por fin, se jubile.

Es clima de sosegada calma. Mi burbuja particular, al pie de mi Mac, con su fondo de escritorio del paisaje que sale del soto de san Timoteo, un collado sin gente, de muchos tonos de verde, en una esquina del cual se ha colado la carrocería azul de una furgoneta, justo al pie del chopo lombardo hembra se advierte que ya cicatrizado del dolor de la pérdida de su macho de al lado, que hace ya más de quince años que partió un rayo.

En los pueblos, a algunos árboles, se les conoce porque forman parte de recuerdos o de paisajes tan repetidos y entrañables que no puede evitarse saber que están allí hasta el punto de que cuando alguien, por razones siempre discutibles, los tala, queda una especie de herida en su recuerdo ya imposible de repetir en más memorias.

Ocurrió con el arbolón de La Repicona, que era un hacer platanoides corpulento y centenario, con este álamo negro de “la carretera de abajo” o con el delicado, humilde aliso de la orilla de junto al puente “de Travesía”, que apenas sobrevivió a los dos evónimos vecinos suyos más próximos y seguro que amigos, entrelazados como amantes, que uno murió de quebranto por vejez y al otro, o la otra, lo extirparon con premeditación y alevosía unos operarios de la madrugada.

Manía de quitar árboles, a veces porque dan claustrofobia al propietario de una casa de enfrente, o un edil sin ideas piensa tal vez que así, por lo menos una, hablarán de él, aunque sea mal, y da una de esas órdenes inexorables, irrevocables, que mudan el paisaje urbano y dejan sin tribuna, sin nido, sin refugio, a un tropel de pájaros, que de pronto han dejado de estar, pulular, cantar, y la tarde adquiere un tono más de cemento y fachada, de artificial, transida como queda de gaviotas y cada vez más altas, ya casi invisibles golondrinas.

No quedamos apenas coetáneos de los últimos aligustres que bordearon el río recién encauzado por esa calle del Pilarín, que tiene nombre de moza quizá inexistente y ya murieron, que sepa, los últimos que asistieron a la tala de los álamos que dieron nombre inicial a la Alameda donde está el Parque.

Ya no quedan laureles y apenas arces, a la orilla de la vía alta del tren, donde dieron al viejo boticario una ladera para hacer un vivero de plantas medicinales. Calla Jack, el inspector Rebus se afana para que no se le muera el último enemigo, anochece



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