¡Adiós, Asturies, adiós!

En los dos últimos años se suceden las noticias de compañías aéreas que renuncian a estar presentes en nuestra tierra, que reducen vuelos a determinados destinos, que dejan de ir ellos. Todo eso, además, adobado con la pertinaz carestía de los vuelos regulares de Iberia desde y hacia Asturies. Su traducción, además del desembolso excesivo realizado por el viajero: problemas para las empresas, tanto para la comunicación y el tiempo como por los sobrecostos; disuasión para los visitantes; incomodidades para los particulares asturianos.

               Ahora bien, esa situación no se produce porque nuestra geografía sea destacadamente dificultosa o porque nuestros gobiernos sea especialmente incapaces (que seguramente lo son), sino porque nuestra economía y nuestra sociedad llevan mucho tiempo en decadencia, disminuyendo en dinamismo y en actividad económica. Somos como una manzana guardada en el hórreo al avanzar ya la primavera: la forma se mantiene, pero ha perdido jugos, disminuido de peso, las arrugas empiezan a marcar su superficie. El Musel nos permite contemplar el problema desde otra perspectiva: pensado para ser por sí un vector de riqueza, permanece semivacío porque a Asturies poco se trae y de Asturies poco se lleva. Quien contemple el puerto desde las alturas de la Campa de Torres se verá invadido por la misma melancolía por la que el viajero consciente se siente invadido al viajar hacia el sur, el este o el oeste y advertir la práctica ausencia de camiones circulando (ya desde mucho antes de la crisis), valga decir, de riqueza, de empleo.

               Pero no nos dejan únicamente las compañías aéreas. También las empresas. Las causas son variadas. En parte, se debe a razones de mercado, en parte a la internacionalización del comercio. Pero también existen vectores endógenos, muy variados, que propician esa marcha y, sobre todo, nuestra incapacidad de sustituir su actividad por otra.

               Tenneco, que ahora pretende marchar y ojalá no lo haga, y Suzuki, por ejemplo, tienen en común más que el pertenecer al sector de la automoción. Son empresas que fueron en el pasado —como tantas, haga memoria el lector— negocios de capital propio y tecnología adaptada desde lo local. Posteriormente perdieron el predominio del capital autóctono, pasaron a ser empresas multinacionales y, finalmente, una se marcha y la otra cierra aquí pero sigue en Euskadi. No me interesa apuntar aquí cómo la capacidad de Euskadi es, sin duda, mayor que la nuestra para forzar determinaciones, sino el subrayar que, una vez que la capacidad de decisión del capital radica lejos, los intereses locales lejanos no tienen peso alguno.

               Por eso, el logro de una economía pujante pasa por incentivar el capital local, apoyar las empresas que tengan ese capital, favorecer su expansión; un cambio, en sustancia, radical con respecto a lo que ha sido hasta ahora la línea principal de la actuación social y política en Asturies. Es cierto que es esa una dedicación a largo plazo, cuyos frutos tardan en verse; evidente, asimismo, que muchas iniciativas fracasarán o que quedarán por el camino, pero es la única senda de que disponemos para construir un futuro rico y estable. Ahora bien, ha de entenderse que ese enfoque no requiere solo un cambio de políticas sino un cambio general de mentalidad social: no nos importa que con nuestro dinero se compre lujosas mansiones el capitalista francés, ruso o norteamericano; pero, ¡ay, si es nuestro vecino al que vemos progresar siendo empresario y enriqueciéndose «a base de explotarnos»!

               Ese cambio de mentalidad no se limita exclusivamente a ese aspecto de ver con buenos ojos a quienes trabajan y prosperan a nuestro lado en el mundo de la empresa. Hasta en las políticas más menudas y municipales se trabaja contra la  producción de riqueza y contra los que trabajan. No podré contar, por ejemplo, con los dedos de las manos cuántos «trabajadores del coche» (repartidores, reparadores, vendedores…) me paran al mes para quejárseme de cómo no encuentran en nuestras ciudades más que dificultades para trabajar y cómo, además, son tratados casi como si fuesen delincuentes, o tal vez peor, pues muchos tipos de delincuencia siempre hallarían un colectivo que los defendiese o los justificase, mientras que a ellos nadie los trata con simpatía.

               Y esa actitud es casi general. Hagan ustedes la prueba, propongan alguna cosa que dificulte el trabajo, la circulación por las calles, la producción industrial, los camiones, y encontrarán prestamente el apoyo público. Manifiesten comprensión hacia alguna actividad que, sin ser propiamente molesta o insalubre, ocasione fealdad o trastornos y se verán vilipendiados. Saluden ustedes el crecimiento de lobos o jabalíes y cosecharán aplausos, pidan ustedes que se ayude a los campesinos o a los ganaderos para no ser víctimas o para cobrar pronto los daños y alguien llamará a su facebook o su twitter para recriminarlo.

               Hemos pasado del mono al chándal y pensamos que la obligación del mundo es pagarnos nuestros paseos y nuestras sidras durante el resto de nuestra existencia. Creemos, además, que el dinero cae, como el maná, del cielo, y, en consecuencia, nos preocupamos no por ayudar a quienes lo producen, sino por evitar que quienes trabajan perturben en la mínima medida nuestra vida de rentistas ociosos y adolescentes ahítos de doctrina que dictan ocurrencias sobre el mundo.

               Y, por ese camino, seguirán volando las empresas y los aviones. Hacia afuera, naturalmente.



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