La Plaza de Requejo

La Plaza de Requejo

Por Ignacio Sánchez-Vicente

 

En la lista completa de los rincones para 'perderse' del tráfago cotidiano y encontrarse con uno mismo, debiera ocupar un lugar preferente la mierense Plaza de Requejo. Decido a evadirme por unas horas de 'la que está cayendo', como gusta de decir uno de mis buenos amigos, emprendo rumbo a Mieres y, tras dejar cívicamente aparcado el troncomóvil, encamino mis pasos hacia la plaza de San Juan, que es el otro nombre del recondito enclave y le viene dado por la ubicación allí de la iglesia que lleva el nombre del Bautista.

 

Es un viernes por la tarde y ¡oh dioses!, la dicha aguarda al viajero con la dádiva de un escenario en el que hay pocas gentes y fresca y cantarina sidra a disposición, asgaya, vamos. Aposentados los Reales del paseante y provisto de una botella tintada de agua fresca y llena de sidra trigueña, una fresca brisa aroma la plaza con recuerdos de tiempo atrás.

 

Cuántos amoríos, también despechos, se han  reflejado en los balcones acristalados de los edificios fronteros. Cuántas ilusiones celebradas, acaso más tarde perdidas. Cuántos proyectos inpirados por el batir del cristal contra la sidra, unos llevados a buen puerto, otros abortados por la resaca. El aire tornasolado por destellos ocasionales remueve ecos de soliloquios pasados, de confidencias al atardecer en unos oídos amigos. Ecos de peña solidaria, de pesares nadando sidra arriba, de juventud que ya se ha ido y de edades que se resisten a dar el salto último. Incluso, al huesped ocasional de este reducto le parece oir de cuando en vez las esquilas del ganado que en otros tiempos llenaba el mercado semanal de la Villa, entonces ubicado en esta plaza.

 

Mucha vida, y mucha intimidad, sobre todo, en Requejo, siempre ahí, esperando amable la visita con un culín espalmando y la plaza toda dispuesta a abrazar al viajero.

 

 

 

 

 

 


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