Pasión por el baile

Siguiendo los bienintencionados consejos de un amigo, hace algún tiempo acudí a un psiquiatra. Este hombre tirando a flaco, con ojos de mal dormido, nariz torcida y boca salivosa, que se chupaba todo el tiempo las encías haciendo un ruido desagradable, me hizo tumbar en un banco de escay negro (muy cómodo por cierto) y empezó a hacerme las preguntas más estúpidas que me habían hecho a lo largo de toda mi vida. Total, que no contesté a ninguna de ellas y, demostrando mayor sensatez de la poseída por él, le expliqué lo que me ocurría, por si lo consideraba de algún interés:

         —Mire, doctor, lo que a mí me ocurre es que lo único que me apetece en esta vida es bailar. ¡Bailar, bailar, bailar…! Verá usted, el amor me decepcionó, el orgullo me hizo daño, el odio me hizo cruel y así podría seguir enumerando frustraciones si me diera la real gana hacerlo. En cambio, cuando bailo, ¡ah, cuando bailo! puedo expresar y gozar de un gran número de satisfactorios, gozosos sentimientos sin complicaciones de ningún tipo. Puedo expresar romanticismo, melancolía, voluptuosidad, alegría, éxtasis, dicha…

         Convencí a aquel hombre feucho, en tal medida, lo entusiasme hasta tal punto, que en vez de pagarle yo a él por acudir a su consulta, él me pagó a mí para que le enseñara a bailar.

         Y le enseñé a bailar, y le enseñé tan bien que, en la actualidad, transformado en un bello adonis que no se chupa más las encías, es primera figura del ballet  Bolshoi de Moscú. En enero, invitado por él, tendré el gusto de admirarlo bailar en un gran teatro londinense. Que vaya de etiqueta, me ha recomendado él. Es lo negativo de este asunto: Estamos en crisis y vestir de etiqueta y volar en avión sale muy caro. Tendré que darle un disgusto y decirle que sólo podré verlo con los ojos de mi imaginación, tan económicos ellos, que ni gafas necesitan



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