El malévolo febrero venezolano

Estas letras son y van hacia Venezuela, en un tiempo un  país para querer.

Un periodista no traza la realidad  ni la moldea, subraya hechos y conjeturas que el tiempo – gran escultor, en expresión  de Marguerite Yourcenar – va colocando en las casillas de los acaecimientos. Los años serán los  encargados de marcar el crucigrama histórico. 

 En la madrugada del 4 de febrero  de 1992, sin haber programado bien la intentona golpista contra el presidente  Carlos Andrés Pérez,  los tenientes coroneles del Ejército  Hugo Chávez Frías, Francisco Arias Cárdenas, Yoel Acosta Chirinos y Jesús Urdaneta, protagonizaron la sedición que no  triunfó en su momento,  y cuyo impacto político, económico y social,  cambió de un tajo los  estamentos del país. No se salvó ninguno, y Venezuela retrocedió  a la dolorosa situación actual. Al decir de la revista inglesa The Economit, el colapso del precio del petróleo ha puesto de manifiesto la revolución como “una estafa monumental”.  Nada más irrefutable.

Esos légamos envueltos en bandoleras revolucionarias y la  rasgadura que aún perdura, hicieron trizas una heredad de gracia,  y con ello un futuro mejor. Se hicieron sofismas y se  marcaron acciones que cuajaron tarde y mal. La corrupción vertiginosa desmadró una sociedad que merecía  mejor trato. Y lo más angustioso: se dividió al país en dos irreconciliables labrantíos. Volver a unir ambas mitades y convertirlas en la libertad de todos, será arduo, difícil y costará un largo trecho.

 El mexicano Carlos Fuentes lo expresó: “Las revoluciones las hacen los hombres de carne y hueso y no los santos, y todos acaban por crear una nueva casta privilegiada”. 

La llamada Bolivariana, cuya resonancia más esperpéntica  ha sido manoseada entre agoreros, chamanes y seres endiosados envueltos en humo de tabaco, velones y murciélagos de medianoche, está hondamente descalabrada. A ese ensueño de muchos le faltaron hombres y mujeres de sólidos principios democráticos y terminó convertido  en la caracterización tragicómica que hoy la carcome. Una vez desaparecido Chávez, se palpó que aquel tumulto lo manejaba  a su manera un solo interlocutor, y sin él el telón se vino abajo.

Con los encapillados  golpes de Estado se transitaría mejor si hubiera áreas, palcos y butacas para no perderse ningún detalle. Es decir, una puesta en escena en la cual el espectador fuera dueño de todos los sucesos de la función. Y claro, en una asonada militar eso es imposible. Los ciudadanos de a pie, aunque todos los  alzados hablan en nombre del pueblo, son meros comparsas, quejumbrosas plañideras en un entierro. 

  Recuerdo como a los pocos meses del frustrado intento de tomar Miraflores  el 4 de febrero de 1992, garrapateamos  un libro  en compañía de Carlos Capriles,  titulado “Golpes de Estado y Magnicidios en la Historia de Venezuela”. 

Allí exponíamos que cada acto de fuerza tiene sus raíces soterradas.  Unas son  endógenas, nacidas en la propia institución militar; otras exógenas, generadas fuera del Ejército, dentro de la sociedad civil. En cierto momento las dos se unen y nace la insubordinación.

Todo  asalto al Estado, su espíritu y su sociología, son el punto de partida desde el cual se intenta justificar la toma del poder.   La primera proclama de los golpistas venezolanos de esos días – cuyos fangos de ahora son consecuencia -   hablaba de cómo una vez “establecido el orden amenazado”, las fuerzas  devolverían el gobierno a los civiles… “en el momento oportuno”.  

Cuando  un castrense usurpa el mando supremo,  el primer edicto   es hacer  trizas las estructuras civiles – partidos políticos, libertad de prensa y derechos humanos -  y eso le sucedió a Venezuela.

Aquel  4 de febrero el mundo conoció a Chávez Frías, comandante de Paracaidistas, imbuido en los preceptos de un Simón Bolívar tergiversado.

Habiendo escalado la presidencia del país  bajo los valores  democráticos que juró defender, días después el Comandante   los desterró de un plumazo, amparado en la  proterva  figura de su benefactor  Fidel Castro.

 Es innegable: El personaje cubano  de la barba bermeja se opuso en el primer momento a Chávez. En una carta al presidente Pérez le recalcó: “Estimado Carlos Andrés (…) Tengo confianza en que  se preserve  el orden constitucional, así como tu liderazgo al frente de los destinos de Venezuela”.

Y el Partido Comunista venezolano, que toleró después cada uno de los exabruptos del régimen,  recalcó: “No es esa vía la que está planteada para enfrentar y resolver la grave crisis de la nación”. 

Lo inicuo de presenciar un hecho fidedigno – y aquel 4 de febrero lo fue - es que uno observa los acontecimientos  desde un ángulo muy pequeño, siendo más tarde, con el tiempo superpuesto, cuando podemos vagamente hacernos una somera idea de lo sucedido.

Si alguien debe aprender de lo acaecido en la Revolución Bolivariana de Venezuela tras 17 años de poder absoluto, es que en ese lapso  no sembró arboledas que crecieran y dieran fruto. En los pasados comicios legislativos de diciembre  el chavismo no ponía en tela de juicio, y fue derrotado a secuela de haber manejado la nación como una pulpería.




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