Cruel inocencia

Los niños son crueles sin saberlo.  Es la naturaleza misma antes de que le llegue al alma el soplo del sentido responsable o  común tal como la entiende la raza humana.

 

En cada uno de ellos el dolor y la muerte son un juego, una especie de tiovivo; no saben discernir un asesinato real de otro visto en la televisión. 

 

Con los años, una novela que nos pareció tiempo atrás brutal, dura, ahora la vemos como un reflejo cotidiano de la realidad presente. Se trata de “El pájaro pintado” de Jerzy Kosinski.

 

 Lo narrado sucede ahora mismo en conflictos del mundo llamado civilizado. Los afligidos padres convencidos de que lo mejor para asegurar la supervivencia de un hijo durante los horrores de una beligerancia, es alejarlos de ella, enviarlos al abrigo de una aldea lejana en la inmensidad de cualquier parte.

 

Ha ocurrido en los últimos años a todo lo largo de los Balcanes, desde  Albania a Eslovenia - , muchas de esas criaturas, por una causa u otra, se suelen perder en  los vericuetos de un peregrinar inexorable entre  los campos minados del sufrimiento.

 

Algunos son obligados a mendigar, prostituirse o algo mucho peor: trabajar  de esclavos hasta reventar.

 

En el  sur profundo de Italia - lo mismo que en  Eritrea, Hungría, Rumania, Polonia, y en la Turquía central -,   en los pueblecitos escarpados y miserables de la zona de Basilicata hacia el Golfo de Tarento y las desnudas sierras de Calabria, puñados de niños mendicantes, como se hacía en la baja Edad Media, salen cada verano igual a sueltos gorriones, hacia  las playas cercanas, a pedir limosnas.

 

 El Mediterráneo de la franja española no se salva de ello. La picaresca de “El lazarillo de Tormes” al que años después Francisco de Goya inmortalizó en un  cuadro reflejo de la existencia vivencial entre  los nobles y  siervos,  contiene una realidad pasmosa que aún pervive  entre nosotros aunque de otra manera y forma.

 

 La mayoría están tullidos, desfigurados. Según un informe de las Naciones Unidas, se les deja en esas condiciones a cuenta de  los malos tratos recibidos, hechos con saña, con la idea desalmada  dar compasión a los turistas y obtener a cuenta de sus dolientes deformaciones, dinero.

 

Tal vez   se tendría que encerrar a los niños de la misma forma que a los papagayos o los ruiseñores: en jaulas. Eso lo suelen hacer en el norte de China y en pueblos de  Somalia,  Ruanda o Uganda. También en las grandes ciudades inundadas de emigrantes en la Europa mercantilizada hasta el ahogo.

 

Lo  había escrito certeramente  el poeta de Orihuela, Miguel Hernández, en las apesadumbras y desgarradas “Nanas de la cebolla”:

 

“Desperté de ser niño, ¡nunca despiertes!”.

 



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