El juez Castro y la Infanta Cristina

 

La anulación del Auto de imputación dictado por el juez Castro sobre la persona de la Infanta doña Cristina de Borbón y Grecia era la crónica de una muerte anunciada. Ya habíamos manifestado en artículos precedentes que el Auto del juez Castro era especulativo, carente de solidez jurídica y basado en hechos que ya se habían desarrollado meses atrás y sobre los que el propio juez actuante ya se había pronunciado desestimando la imputación solicitada en aquella ocasión por las acusaciones particulares.

No nos gusta el juez Castro. También lo dijimos en artículos anteriores. Y no nos gusta ni en su estilo ni en sus formas. Sus interrogatorios evidencian un lenguaje poco jurídico y contienen expresiones más propias de su etapa anterior que de la de representante cualificado de un poder del Estado.

Tampoco nos agradan ni sus declaraciones a los medios ni que haya permitido que los aledaños del Juzgado se conviertan en un circo mediático.

Echamos de menos a aquellos jueces que sólo son conocidos por sus sentencias, por sus aportaciones a la cultura jurídica, que realizan una labor callada y rigurosa.

La imputación ahora fallida venía precedida de una resolución previa del propio juez negativa y contraria a la imputación que había recibido el beneplácito de la Sección 2ª de la Audiencia Provincial que se basó y tuvo en cuenta para tal decisión confirmatoria la totalidad del mismo material indiciario que ahora utilizó el juez Castro para un cambio de criterio.

No cabe pues apelar en el Auto de imputación al principio de igualdad como bandera, puesto que es el propio juez el que presuntamente infringió tal principio al no acordar la imputación de la Infanta en los prolegómenos del caso Nóos. Cualquier ciudadano sobre el que existieran indicios como los que pesaban sobre tan egregia figura, hubiera sido imputado.

Ocurre, sin embargo, que el juez en aquel momento estaba bajo el shock del afortunado. Le había tocado en suerte el caso de su vida y aún no había asimilado lo que tenía entre manos. Le faltaba la confianza propia y ajena para tomar decisiones tan trascendentes como la imputación de la Infanta.

Se encontraba el juez en el mismo caso que el ciudadano que acierta una bonoloto de cinco millones de euros y al ser preguntado por los medios sobre qué va a hacer con el dinero contesta: «comprarme un coche».

El devenir del proceso fue consolidando en el juez Castro una confianza que no tenía inicialmente y que le hizo ceder a dos fuertes estímulos. Primero, el propio: no iba a perder la oportunidad de pasar a la historia como el primer juez que imputa a un miembro de la familia real. Segundo, el mediático: no pudo ceder a la presión de los medios de comunicación y a los programas basura, que exigían la cabeza de la Infanta.

Ocurre, sin embargo, que los gladiadores ya se habían retirado a sus aposentos y ya no era posible más sangre.

La opinión pública debiera preguntarse si el enorme poder que el ordenamiento jurídico confiere al juez instructor no debería ser contrapesado con algún tipo de responsabilidad cuando se yerra de una manera tan evidente.

Un juez instructor debe obrar con sumo cuidado a la hora de acordar la imputación de una persona, rechazando decretarla de modo superficial sin una motivación clara y suficiente, sin unos indicios contundentes o cuando tales indicios ya fueron descartados para ponerla en práctica.

La imputación no se puede basar exclusivamente en el argumento de que constituye una ventaja o garantía para el sujeto pasivo del proceso, olvidando que comporta una carga procesal y un estigma que se ven agravados por la dimensión y trascendencia pública que puede tener por su repercusión en los medios de comunicación.

Los argumentos utilizados por la Sección 2ª de la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca para calificar el Auto de imputación del juez Castro son demoledores: “insuficiencia fáctica a la hora de relatar cuál fue la concreta intervención de la Infanta”; “ausencia de trascendencia típica de alguna de las conductas”; “debilidad, inconsistencia y carácter equívoco de los indicios utilizados por el juzgador”.

¿Se le exigirá al juez Castro alguna responsabilidad después de haber causado tan tremendo daño a una Institución del Estado con un Auto que merece tales calificativos?

¿Qué consecuencias acarrearía para un ingeniero de la Administración al que se le hubiera derrumbado un puente por débil e inconsistente? ¿Y a un arquitecto un edificio? ¿Y a un médico la muerte de un paciente concurriendo circunstancias análogas?

Se ha instalado en la cultura política la costumbre de que una imputación debe conllevar inmediatamente el cese en el cargo, atribuyendo por alcance a los jueces el trascendental papel de decidir sobre la carrera de una persona. Pero, paralelamente, se obvia cualquier tipo de responsabilidad para el juez temerario.

La presunción de inocencia y el principio de tutela judicial efectiva exigen arbitrar alguna medida que obligue al juez a actuar motivadamente y con sumo rigor y, en caso contrario, responder de su conducta.

La independencia del poder judicial es una de las piedras angulares del Estado de Derecho y todos debemos aceptar tal dogma. Es indudable el papel de los jueces en nuestro sistema, a quienes Montesquieu reservaba el papel de ser “la boca que pronuncia la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni su fuerza ni su rigor”.

Nos imaginamos que la Infanta habrá experimentado la misma sensación de aquél que cuando fue rescatado porque se estaba ahogando en una tinaja llena de perfume gritó: ¡Mierda!

 

 



Dejar un comentario

captcha