La AFE, Europa y la barra xelu

  Aprovechando que mi mujer no está y en busca de inspiración, me dirijo a un rincón del despacho donde oculto una carísima botella de aguardiente de sidra que adquirí cuando el PSOE no nos había rebajado los emolumentos y el sueldo todavía llegaba a fin de mes. Para mi sorpresa, sentado sobre su vocal encuentro a Abrilgüeyu, mi trasgu particular. Acerco mi nariz a su boca y compruebo que no ha bebido, esto es, que no ha ingerido alcohol, es decir, que no ha menguado mis irremplazables reservas de sidra destilada.

               —¿Qué haces ahí? —le digo.

               —Lo de siempre, ayudarte —sonríe mientras me lanza un guiño—. Si no sabes de qué hablar, háblales de la liga de fútbol y de Europa. Y, de paso, explícales lo que era una barra de xelu y la frase proverbial sobre ella.

               No me parece mal. Puesto que ya tengo la inspiración, cierro el escondrijo sin catar y me pongo a ello. Por el final empiezo. Ya saben ustedes que antes no había neveras en los bares ni en las casas. Repartidores traían de la fábrica grandes barras de hielo (como de medio metro de largo por veinte de alto y otros tantos de ancho), que luego el usuario troceaba según su gusto o necesidad. En ese contexto se creó la frase, que aún se emplea, de «apúntalo en la barra de xelu», como expresión de algo que no se tiene intención de pagar o que se sabe que no se va a cobrar. Y vamos a la otra parte.

               Yo no sé si se han caído en las enormes semejanzas que existe entre el conflicto de los futbolistas y sus patrones, las exigencias de la AFE —la asociación gremial de aquellos— y el problema de la deuda soberana de algunos países europeos, las causas de la misma y las soluciones que se reclaman.

               El origen concreto de la enguedeya futbolística es que algunos clubes no pueden pagar a sus jugadores el dinero por el que les han contratado, ya que el conjunto de sus gastos y compromisos es muy superior a sus ingresos; en vista de esa situación, lo que los futbolistas reclaman es que el conjunto de las instituciones balompédicas pongan un dinero (propiamente, un dinero adicional al que ya han puesto) para garantizar que los jugadores puedan recibir lo que no les paguen quienes lo adeudan, esto es, sus patronos. No se les escapa, sin duda, qué gran similitud tiene todo esto con la crisis financiera de algunos países y el proceso y los argumentos de los últimos meses: unas instituciones (los clubes, los estados) se meten en unos compromisos (salarios, préstamos) superiores a su capacidad de pago. La solución que se reclama es que otros (los demás clubes, los otros países de la UE) paguen sus pufos o los garanticen el pago de los morosos mediante un «fondo de solidaridad» (llámese «fondos de rescate», llámese «eurobonos»), de manera que quienes no tienen deudas ni se han metido voluntariamente en un sitio del que no pueden salir pongan el dinero por quienes sí lo han hecho.

               En ambos casos, además, parecen excluirse o darse por imposibles aquellas situaciones que nos serían inevitables y nos sobrevendrían de forma inmediata a usted y a mí como particulares o como empresarios: la quiebra, el embargo, la responsabilidad penal, en su caso. No, aquí no se pide que se cierren los clubes morosos (que, además, lo son con Hacienda), ni que se procese a los responsables o que las entidades bajen de categoría; de la misma forma que no se piensa en segregar a los manirrotos del euro o en expulsarlos de Europa, o en procesar a los dirigentes culpables, sino —dicho sea con una metáfora del rugby— en una patada a seguir, a fin de que sean los solventes quienes tapen y rescaten a los insolventes, y que siga abierta la posibilidad de que los morosos y temerarios continúen con su política de gasto y demagogia. Esto es, en último término, que las deudas y las responsabilidades se apunten en la barra de xelu.

               Termino el artículo y me acerco cauteloso —no vaya a entrar de repente mi mujer: ya ha pasado tiempo desde que se fue— a mi escondrijo, no para buscar inspiración ahora en el destilado pumarinesco, sino para celebrarlo con una libación y, de paso, darle las gracias a Abrilgüeyu, si aún se halla allí.

               Abro y se mezclan en mí sorpresa e ira. Al pie de la botella, descorchada, se encuentra Abrilgüeyu, con indisimulables trazas de estar ebrio. Su boca exhala el olor a alcohol que ya no emana de la botella y que seguramente, dado su precio —¡Vae victimis zapaterilis!—, nunca volveré a tener.

               Se incorpora a medias y, antes de volver a derrumbarse, me dice entre hipidos:

               —¿Voooy a serrr yo menosss que ellos, ffff? ¡Apúntamelo tamién a miiii na barra xelu!



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