El sol y la luna no están en Europa

Hay en esta hora nona de agosto, en que los frailes y monjas de clausura rezan en el crepúsculo matutino, un aleteo rozando los cristales de la ventana en la ciudad mediterránea en la que anidamos,  y eso es el umbral de que la existencia sea un cúmulo de eventos esparcidos en la piel. 

De lo vivido, solemos   perseverar un vapor envolvente; las más de las veces aflicciones que el tiempo ayuda a disipar y solamente nos deja las morriñas que se niegan a desaparecer.  

Sin recuerdos, la existencia sería un cendal. 

Repaso las páginas de Jorge Luis Borges en “El tamaño de mi esperanza”, dando gracias a la nirvana por haberlo hallado apenas salí de la adolescencia. 

En esas dobleces está lo que el ciego de Rivadavia sería para siempre una vez cruzados los zaguanes de Palermo; algo menos acicalado, con demasiados giros criollos, es verdad, pero todo él blandamente malévolo, mezclado de niebla inglesa y humedad escandinava. 

Ese anhelo de Borges experimentado al comienzo de 1926 en una carta a los argentinos, el tiempo lo matizó de tal forma que solamente se mantiene en vilo el apego intrínsico a la tierra que algunos, más prosaicos que otros, llamarán Patria.  

 “A los criollos les quiero hablar- comienza su epístola -: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa”. 

Cuando así se expresó tenía 27 años. Sesenta añadas más tarde, cansado del país de Evaristo Carriego, pedía ser enterrado en Ginebra, lejos del rugido de la pampa, el compadrito díscolo, los caminos del Sur, la acera de enfrente, los árboles de Belgrano y el cielo ceniciento sobre Villa Ortúzar. 

Escribía en castellano con su alter ego Pierre Menard, mientras escarbaba, para encontrar palabras esdrújulas, en un tal apócrifo William Shakespeare. 

 Con todo,  siempre regresaba a su orillera ciudad platense. Sentía por ella una querencia celosa, y eso lo expresó bien cuando ya camino del cementerio de los Reyes, camposanto ginebrino   en el que reposa,  dijo: “Me gusta tanto Buenos Aires que no me gusta que les guste a otras personas”. 

La heredad en la que se nace, se vuelve perdurable más allá de toda inmensa aventura que hayamos remontado. Eso es certero  en la piel del que ha sido décadas  expatriado en la tierra venezolana de Simón Bolívar, Francisco de Miranda, Andrés Eloy Blanco, Arturo Uslar Pietri,  Rafael Cárdenas, Rómulo Gallegos…  

“¡Llanura venezolana! Propicia para el esfuerzo, como lo fue para la hazaña, tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena, ama, sufre y espera...” 

 

rnaranco@hotmail.com 



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