Superstición, anteojos, avestrucismo

Nuestro ilustrado lector ya lo sabrá prácticamente todo con respecto a Ucrania tras estas semanas agónicas. De todas formas, me permito traer aquí un pequeño vector de la historia, que tal vez ayude a comprender un poco mejor el presente. Existía en Ucrania una larga tradición de bardos (de aquella estirpe que, por ejemplo, encontramos tocando y cantando en varios pasajes de la «Odisea», los «divinales aedos»), generalmente ciegos (como la fama pinta al propio Homero) que, de aldea en aldea, como un museo viviente, entonaban canciones y baladas en que se recordaba el pasado heroico e independiente de Ucrania. Stalin, en su política indesmayable de crear el «hombre nuevo» y de arrasar cualquier rasgo nacional o cultural que no fuese el creado por la nueva religión, los convocó a un «Iº Congreso Panucraniano». Acudieron algunos centenares; fueron detenidos y en su mayoría fusilados.

                 He aquí el primer ejemplo de superstición y avestrucismo que hoy quiero exponerles. No es solo que ningún comunista haya querido o quiera saber de esta realidad, sino que durante muchas décadas, el camarada José, con su «La cuestión de las nacionalidades», fue para los militantes españoles el ejemplo, el canon, mejor, del derecho a la autodeterminación de los pueblos y las naciones; y, en cuanto tal, nos invitaban a muchos a entregarnos a las ideaciones panfletarias del exseminarista de Gori (naturalmente, no a conocer las realidades de su ejecución) y, merced a ese intercesor, confiar en las bondades redentoras de los comunistas de aquí.

                Pero la cuestión de Crimea y Ucrania dice mucho también sobre nosotros, sobre la sociedad española y, en general, la europea. Adentrémonos por la superstición del pueblo y de la plaza en pie. Recordemos que el último capítulo de Ucrania ha empezado en la plaza de Maidán,  a través de una mezcla de protesta popular, golpe de estado e instigación terrorista mediante disparos de francotiradores. Pues bien, lo notable, en cuanto a nosotros se refiere, es el entusiasmo habitual con que gran parte de los comunicadores y de la izquierda perciben en ese tipo de acontecimientos la expresión de una manifestación «semidivina», de la parusía del «pueblo» en su más pura expresión. Poseídos por una especie de viagra discursivo adolescente, por la nostalgia de «la revolución pendiente» —de modo semejante a la que exhibía parte del falangismo durante el franquismo—, ignoran que esa idealización que llaman «pueblo», a la que revisten de carácter salvífico y beatífico, es una mezcla compleja de idealismo, juventud, manipulación, canalla y aventurerismo, entre otros; y, sobre todo, ocultan que quien gana las revoluciones no es quien sale a rogar por ellas, sino quien las manipula y quien tiene el poder y la organización para encauzarlas.

                Sin embargo, desde que Rusia se ha anexionado Crimea y prepara motines en el este de Ucrania no habrán visto ustedes moverse por las calles ni un solo pancartero de los habituales, ni una sola bacante o ménade de las que de continuo se agitan contra el imperialismo por las plazas (¡Pobre Fraga que creía que la calle era de él!), ni un susurro de sus líderes. Es fácil, sin embargo, que a partir de las próximas semanas, en cuanto empiecen a desplegarse de forma tímida en Polonia y Estonia las tropas de la OTAN, el hormiguero empiece a inquietarse y a manifestarse. Y es que una gran parte de la opinión y de la intelectualidad occidental solo es capaz de desazonarse por lo que las democracias y Occidente (nosotros mismos) hacemos, ya sea en defensa propia, ya en auxilio (a veces reclamado) de otros; nunca por lo que hacen los demás. Recuerden ustedes lo que pasó en los años 80 a propósito del rearme de la URSS con los SS20 y la «doble decisión de Occidente» y cómo recorrió la histeria los territorios de la democracia, como si los agresores hubiésemos sido los habitantes de los países libres. He ahí dos ejemplos de los anteojos de prejuicio distinto que condicionan la visión y la pasión de nuestra sociedad.

                «Si Putin se conforma con Crimea, vamos bien», escribí cuando aún no se quería aceptar que los activistas armados en esa península eran, en realidad, tropas rusas. Pues bien, por desgracia no va a quedar ahí la cosa. Si los acuerdos de Ginebra del pasado fin de semana entre Ucrania y Rusia son sinceros (que es muy dudoso que sean otra cosa que un movimiento propagandístico coyuntural) y las milicias rusas y prorrusas están dispuestas a cumplirlos (que a la hora de escribir estas líneas está por ver), ello no implicará más que una calma temporal: posteriormente habrá otros pasos por parte de Rusia a fin de anexionar —de manera formal o mediante una ficción federal—, al menos, una parte de Ucrania. Si la lógica de la situación y de los actores no bastase para hacerlo evidente, ahí están las palabras del jerarca del Kremlin: «Confío en no tener que ejercer mi derecho a enviar tropas». Además, Putin sabe que cuenta, entre otras cosas, con la opinión pública mayoritaria en Occidente.           

                 Porque la opinión pública practica entre nosotros el avestrucismo, el pensar que no queriendo ver, las cosas no ocurren. Desde la segunda Guerra Mundial, Europa ha estado protegida por las armas estadounidenses, que, sobre servirle de escudo y de fuerza mercenaria en los conflictos humanitarios fuera y dentro de nuestras fronteras, le ha permitido no gastar demasiado en armamento y al mismo tiempo, tener un villano, los EEUU, en quien descargar su falsa buena conciencia. Ahora bien, la confrontación en Ucrania tendrá consecuencias de todo tipo, más que las económicas. Las tendrá también de tensiones militares y de armamento. He recordado ya que se desplegarán tropas de la OTAN en Polonia y Estonia; quién sabe si, pronto, en otros países, y hasta dónde llegará la pugna. En todo caso, los ministros europeos ya han dicho que, a la vista de lo visto, hay que invertir más en armamento. Permítanme una parábola con unos versos de Antonio Machado: «y si les llega en sueños, como un rumor distante, / clamor de mercaderes de muelles de Levante, / no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa? / Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa».

                Pero si no se quiere ver la realidad y, además, solo se quiere ver y gritar contra lo que hacen unos, que somos nosotros mismos pero en figura de otros, ¡todos tan felices!



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