De moral y otras formas

El ser humano es amoral a cuenta de su propia naturalerza; lo salva un barniz llamado buenas costumbres, educación o respeto - puede traslucirse en el famoso “que dirán” -, pero hasta ahí.

 

Lo expresó Amiel, el gran admirado de Gregorio Marañón: “Hay una moral femenina y una moral masculina como capítulos preparatorios de una moral humana”.

 

El Barón de Holbach - filósofo, enciclopedista y figura prominente en la Ilustración franco-alemana -  expresaba algo así como que este recto proceder nada puede hacerse sin el socorro de las leyes, aunque las mismas poco  podrán perpetrarse sin las buenas costumbres. Es decir: el hilo suelto poco o nada podrá fraguar fuera del ovillo cuando de hilvanar una realidad se trate.

 

En una palabra: “La moral es el conocimiento de lo que deben necesariamente hacer o evitar los seres inteligentes y racionales que quieren conservarse y vivir felices en sociedad. Para que la moral sea universal, debe ser conforme a la naturaleza del hombre en general, esto es, fundada sobre su esencia, o sobre las propiedades y cualidades que se hallan constantemente en todos los otros animales. De donde se infiere que la moral supone la ciencia de la naturaleza humana.”

 

 No disponemos a mano de un  “Manuel de Urbanidad”, donde las buenas costumbres, y por ende lo pudoroso, tienen su asiento, pero nos imaginamos que en el fondo debe seguir en cierta manera las directrices marcadas o sustentadas del señor Holbach.

 

Con frecuencia nos solemos regocijar con los versos del fraile Juan Ruiz, Arcipreste de Hita,  en su “Libro del Buen Amor”. Allí, en alguna parte y en castellano decir, hay estrofas que no por antiguas y manoseadas pierden actualidad.

 

“Syenpre está la luxuria adoquier que tú seas: / adulterio e fornicio syenpre desseas; / luego quieres pecar con cualquier que tú veas / por cumplyr la luxuria guiñando las oteas”, dijo el cenobita hispano.

 

 Quien pueda entender, que lo haga, pero las estrofas tienen mucho que ver con el adulterio, siempre visto del lado femenino, y pocas veces -o nunca- reflejando la acción masculina.

 

Parece ser que el adulterio es el más pecaminoso de los recovecos sexuales desde los tiempos mismos de Adán y Eva. La palabreja viene del latín “adultere” y de “alter”, otro, y en sentido estricto, según el diccionario erótico de Antonio Tello, donde están todas las voces de España e Hispanoamérica en esta materia, es el ayuntamiento carnal voluntario de una persona casada con otra que no es cónyuge y que, por su reiteración, coloca en peligro la estabilidad sexual y emocional de la pareja al desnaturalizar o corromper su constitución. 

 

Es decir, hablando con  claridad hidalga: una fornicación en toda su regla fuera del matrimonio. Más claro, ni el agua de riachuelo montañés o las embotelladas  Perrier o Borines.

 

Y es que la ambigüedad moral, cuando se desea  llevar sobre la camisa y no en el alma o espíritu, crea relaciones peligrosas e injustas que en lugar de limpiar la sociedad, la embetunan más.


Tan adúltero es el hombre, si lo hace,  como la mujer. Y en eso, la ley aunque parece ecuánime – y sobre el papel de estraza lo es - , a la hora de sobrepasar actitudes  renegrea de manera embaucadora al sexo llamado débil o el más propenso a ser lapidado  - en  nuestros lares de palabra -  aunque en Mosul, la Meca y más allá, con pedruscos de verdad.



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