La isla del tesoro

Dicen que aún quedan islas más que afortunadas donde la comida imprescindible se da en los árboles de los bordes de los senderos, que carreteras no hay, ni automóviles. Si acaso, para ir los más viejos de un lugar a otro, carretones tirados por una yegua o si acaso por un asno dócil, perezoso y lento.

Dicen que son islas donde no llegan ni siquiera las emisiones ni las comunicaciones por satélite, porque son tan pequeñas que los satélites no dan con ellas y los aviadores, ahora que vuelan tan deprisa, ni las ven al pasar, si por casualidad pasan, lo más cerca unos cinco o diez kilómetros cielo arriba.

Lo único que preocupa a los habitantes del sur, que los del norte parece que se están rearmando, tras de la última guerra tribal de hace unos cinco siglos, pero por fortuna lo hacen con parsimoniosa calma y no parece vayan a estar preparados para constituir una seria amenaza hasta más o menos el año dos mil cincuenta, allá por la mitad del siglo, y para entonces, tiempo habrá de tratar de disuadirlos a través del diálogo previo a cualquier guerra tribal, y si eso fracasa nos quedarán soluciones como partir la isla en dos minúsculas porciones nacionales, cada una con su capital y sus ciudades dormitorio, para el centenar escaso de habitantes que hay en el norte y el centenar largo que hay en el sur, donde las costumbres están más relajadas por el exceso de calor del verano.

O hacerse todo los habitantes del norte habitantes del sur o viceversa, y así constituirse en una sola tribu, que no podría guerrear contra sí misma, en principio, hasta que se inventara, como hacen siempre los hombres, el modo.

Mucha gente quisiere ir, pero, ya digo, ni hay aeropuerto ni modo de que una aeronave, ni siquiera un mínimo helicóptero, pueden tener la seguridad de acertar con su situación, ya que incluso hay quien dice que son islas capaces de levitar, como creo que tiene dicho Torrente Ballester que hacía Castroforte de Baralla, en la brumosa Galicia de las leyendas de mucho antes del desembarco del Apóstol.

Uno, metido en este tráfago de habilidosos truchimanes que abundan en los reinos y territorios del entorno, tiene que consolarse pensando que todavía quedan islas donde nadie sabe lo que es una máquina ni gasta una gota de derivados del petróleo, lo único que muy de vez en cuando puede haber una guerra tribal y alguno del sur se coma a un vencido del norte, o viceversa, para hacerse con sus virtudes, que al fin y al cabo admiraba. A cambio, no hay que pagar impuestos y cada cual barre delante de su choza, poda sus frutales y va a buscar agua a la fuente, que da un agua fresca y transparente, potable sin aditamentos, directamente bebestible de cualquiera de los tres manantiales públicos que dicen que hay.



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