Mi corazón y el mar

Tal vez el  desvarío mental  sea perderse en los vericuetos de la realidad  o encontrarnos envueltos en sombras de olvido.

 

El poeta Jaime Gil de Biedma hablaba de noches envueltas en negruras con claros intermitentes ciñendo el espíritu.

 

En “Marat- Sade”, drama de Peter Weiss, se recrea el asesinato de Marat representado en el Hospicio de Charenton y dirigido por el libertino Marqués de Sade. Allí  la locura se entreteje y desdobla en realidades confusas  y miedos aterradores.

 

 Los geriátricos o asilos de ancianos,  hoy como entonces,  están repletos de seres desahuciados que  con la ilusión marchita  a flor de labios, miran sin ver, en sus sillas de ruedas o en duros asientos de plástico,  la luz cetrina de los ventanales.

 

 Allí todos los días son idénticos: largos, monótonos, diluidos en titubeos y somnolencias.

 

Alguna vez hay una visita familiar solitaria, y cada fin de semana,  igual a tétrica plegaria fúnebre, llega un zumbido de sectas religiosas empeñadas en salvar estas almas, que hace añales ellas mismas  hablan directamente de sus penalidades, sin intermediarios, a los dioses de los que todo esperan y nada reciben.

 

 Estos alientos viven envueltos en olvidos, una especie de  niebla cuajada de silencios, y si alguien se les acerca con una palabra en los labios o un pequeño trozo de galleta,  sus rostros curtidos, algunos secos y rígidos igual a momias eternas, parecen despertar de un adormecido y profundo  letargo.

 

Uno, ya en la cercana edad de sentarse en una de esas sillas de mimbre agrietado, observa con ternura. Hay una anciana  igual a una crisálida; otra  es un apretujado en ovillo de lana blanca; varias están tullidas; otras totalmente ciegas; dos, despiertas y traviesas como niñas en flor, ríen y hacen muecas; una, perdida por los ensortijados senderos de la ausencia, mira permanentemente al infinito, como si navegara al encuentro de la Estrella del Sur,  allí donde Joseph Conrad  dice que se halla la eternidad y  Marguerite Yourcenar sitúa el sendero doloroso del emperador Adriano tras la partida definitiva de su joven amado Antinoo.  

 

Ha sido el poeta de  “Campos de Castilla”, Antonio Machado, tras la muerte, a los 19 años,  de su esposa Leonor,  quien mejor expresó en su vertiente  profunda el aislamiento interior  y sus encrucijadas:

 

“Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería… / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”.

 

Y nada más cierto que las palabras del fraile alemán Tomás de Kempis cuando dejó dicho: “La vida pasa como las nubes, como las sombras…” Amado Nervo, sensitivo hasta la  hondura de la piel, lo matizó con inusitada pasión:

 

“¡Oh Kempis, asceta yermo, pálido asceta, qué mal me hiciste! / ¡Ha muchos años que estoy enfermo,  / y es por el libro que tú escribiste!”
Al dejar el hondo cobijo, una anciana enjuta, de ojos vivarachos, nos despide  con un  prolongado... “¡Dios le acompañe!”, y uno siente la presencia fresca y húmeda  de un  ramo de azucenas o  alhelíes  llevado a los labios.


 



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