Zona rural de Damasco: los momentos que preceden a la muerte de todos nosotros

A Fida al-Ba'li…
No suele pasar que uno se despierte y vea que ha perdido, por ejemplo, un ojo. Su ojo que estaba parpadeando apenas unos segundos antes de cerrarse, no suele desaparecer de pronto para que ocupe su lugar una piel suave, como si nunca hubiera estado ahí.
Si eso sucediera, provocaría un terror y una tristeza inmensurables. La mera posibilidad de que ello sucediera haría que la vida se tornase histérica debido a las preocupaciones y a la futilidad de la misma. Uno desearía perder su ojo y que sus miembros se cayeran uno a otro, con la mayor brevedad posible y en ese preciso instante, para no vivir la angustia de esperar que se fueran cayendo parte por parte durante días, meses y años.
Quizá por eso Abd Allah se ofreció voluntario para acostarse en la tumba de su amigo, con el pretexto de asegurarse de que era suficientemente amplia para su cuerpo mártir. “Me preguntaron si era suficientemente amplia la tumba, y me tumbé en ella, me moví y dije que sí era suficiente”. “Entonces me eché a llorar: Hermano mío, Yihad Shihabi, me he equivocado. Si el cielo no es suficientemente amplio para ti, ¿cómo va a serlo una tumba?”.
Quizá por eso me sobreviene un deseo terrible de ir donde cae el proyectil para recibirlo en mi cuerpo y terminar.
¿Cuál es si no la manera de tratar con la inesperada desaparición de personas a nuestro alrededor? ¿Qué magia negra hace que cada día un amigo que estaba sentado ante nosotros unas horas antes esté ahora tumbado en una tumba, con el cuerpo destrozado, y con todas sus historias, risas y palabras cubiertas de tierra? Nuestras citas son incontables y esperarlo no tiene sentido ni valor
La cuestión no se limita solo a los amigos, sino que se extiende incluso a aquellos que han pasado momentáneamente por nuestra vida y no esperan que los recordemos. El vecino torpe, el niño de la calle de al lado que solía molestarnos con su juego, el vendedor de gasolina que pedía el doble del precio, la mujer desconocida al final del barrio, cualquiera puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Y antes de que nos demos cuenta de que ha desaparecido, incluso antes de que lo creamos, nos encontramos mirando con ojos escrutadores su frío rostro en un vídeo absurdo y neutral
En vez de lamentarnos por quien se ha ido, llorándole como debe ser, en vez de penarlo, guardar un minuto de silencio o de shock, nos ahogamos pensando en quién caerá después, en dónde, cuándo y cómo. ¿En una hora? ¿Antes de comer? ¿Mientras tomamos el café? ¿O durante una reunión que muestre cómo de perseverantes, valientes y pacientes somos que permaneceremos hasta que caiga el último párpado, y cómo de feo e hipócrita es el mundo que recoge lo que se nos va cayendo para enterrarlo y enterrarnos?
¿Cómo se puede llevar esta pérdida y la angustia generada por una nueva pérdida sin caer en la locura o acostumbrarse a la idea de que todos mueren y de que es cuestión de tiempo? No hay por qué angustiarse: él morirá, y ella morirá también. Es el ciclo de la vida, pero a mayor velocidad, como si se sirviera de un generador gigante con la energía de la muerte absoluta.
No te angusties, Fida. Como te dijo tu madre mientras acariciaba tu frío rostro: “Duerme, cariño, duerme… Acuéstate tranquilo”.

 

 

 



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