No me des peces, enséñame a pescar...

Es tragicómico el carnavalesco desfile de huelgas y caceroladas acreditativas de que nadie quiere ir a caja a pagar los platos rotos de la hasta hace poco juerga internacional de la abolición del dinero.

Echamos al cubo correspondiente toda aquella basura polícroma mediante que los bancos prometían pagar al portador diferentes cantidades de pasta, prescindimos del tintineante bolso del menudo, nos cambiamos al plástico y allí fue, como bien sabéis, troya.

De la rígida escasez, pasamos a la elástica abundancia. ¿Qué, si no había dinero en saldo? Ya lo habría dentro de más o menos tiempo, que ni hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Al final, comerciábamos con la paciencia del acreedor, la estirábamos, le poníamos tramos y peldaños nuevos, puesto que, si era virtual, ¿dónde está el límite de lo imaginable? La gente no tenemos fecha fija, de caducidad. Podemos cascar en cualquier momento, a cualquier hora, pero también podemos sobrevivir hasta nadie sabe con exactitud el modo y momento, salvo el cejijunto galeno que un día llegas, te mira, remira y en vez de darte la consabida palmadita en la espalda y decirte que no es nada, hombre, no es nada, va e inesperadamente, te dice que tienes, como mucho, para dos o tres meses, mirándolo con cierto optimismo. Y cuando ese trance llega, ¿qué más da lo que debas? La voluntad era buena, de pagar, cosa que hasta cierto punto te exime de culpa y seguro que queda humanidad suficiente para que tu impago pase estadísticamente desapercibido.

Nadie sabe cómo ni cuándo, los aguafiestas de las cuentas dieron la voz de alarma. Más gente se iba sin pagar que previo pago de la consumición. Algo empezó a oler mal –lo dice Shakespeare- en Dinamarca. Diríase que en el mundo entero, mundial. Un montón de payasos, hombres de frac, señaladores con dedo de guante blanco, se desparramaron en busca de los culpables, que podríamos ser usted, tu yo o cualquiera, pero todos, como una disciplinada manada de avestruces, escondemos la cabeza. ¡Yo no tengo la culpa! Aulló una inconmensurable multitud.

¡Que les pongan impuestos a los más ricos! ¡Que expolien! ¡Que expropien! Nadie se para a pensar que si pasáramos una vara por el rasero del conjunto, quitasen de golpe a los que de buenos o de malos modos acopiaron y lo alguien lo repartiese con el mayor esmero y cuidadosa equidad, transcurrido cierto plazo, no demasiado largo, unos pocos se habrían vuelto a hacer con la parte del león. Hace mucho que una cultura milenaria aconsejaba que mejor que dar peces, se enseñara a pescar.

Esta no es una crisis sólo económica. Vivimos ahora mismo el apasionante medrío de una sociedad, la humana, que está cambiando de época y ha de mudar sus costumbres, de organización y de organigrama. Y también de modo de trabajar y de ir al mercado a competir y a vender. Y repartir la riqueza con arreglo a unos principios de que deriven unas reglas nuevas, diferentes desde luego a las existentes. La historia no vuelve nunca atrás.



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