La ciudad, un lirio

El abandono de nuestra ciudad ha llegado a tal  punto, que  existe sobre ella demasiada desidia, se ha vuelto una mole apática,  mientras en sus esquinas, muros, o en las mismas descorchadas aceras, se amontonan en las noches docenas de sórdidos seres a paliar sus sueños y rumiar una dejadez sin fin.

 Caracas nos sabe  a dolencia estrujada, pues jamás una ciudad ha estado tan alejada de lo que debiera ser una urbe.

 

Algo se hizo: la plaza Bolívar, por ejemplo. Hoy es un modelo. ¿No podía ser igual todo el casco urbano central?

 

 Santiago León de Caracas es una barcaza haciendo aguas por todas sus hendiduras.

 

 Si alzamos la mirada, cruzamos la frontera andina, Bogotá es  como oír en susurro a María Mercedes Carranza cuando dice... “Es inútil llevar prisa y caminar”.  Antaño fue una ciudad sórdida; hoy, gracias al tesón de sus regidores, es todo un ejemplo a imitar.

 

La metrópoli, ubicada en la planicie más alta de los Andes colombianos, fue fundada, casi en un arrebato de pasión ,por  Gonzalo Jiménez de Quesada, y por  esa causa se parece a un vergel. Hasta el aire se  hace zalamero, juguetón, y penetra en las cicatrices del alma por el camino de la mirada, envuelta en sabor de tierra buena y húmeda.

 

    Pasear por las grandes avenidas, sus espaciosas calles, frondosos parques y desandar  los barrios coloniales, es percatarse de cómo Bogotá viene moldeando a una gente - la suya - para que sea amable, acogedora y siempre cordial.

 

Con  “el usted” siempre por delante, los colombianos han hecho de la cortesía una costumbre,  de la amabilidad una forma de ser, y es que en Bogotá existe la posibilidad de sentarse a charlar con cualquiera, en cualquier parte, de cualquier cosa y decir como el poeta: “Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle / y que nos sentemos en un café a hablar largamente / de las cosas pequeñas de la vida.”

 

    Recuerdo ahora, haciendo un requiebro a esa localidad tan sufrida por cuenta de la  guerrilla, una mañana  diáfana, transparente, viendo pasar las horas en la Plaza  Bolívar, conocida antaño como la Plaza Mayor. Allí mismo se había fundado la ciudad y escenificado todo suceso que hoy es historia viva.

 

Algo esperaba el escribidor en  aquel rectángulo: ¿Un remoto amor? ¿Algún sueño no encontrado? ¿Una esperanza hiriente?  En esa espera leía a uno de los grandes poetas colombianos, Darío Jaramillo Agudelo, mientras la luz se filtraba y era cálida igual a  los sentimientos...

 

 “Ese otro que también me habita /, acaso propietario, invasor quizás exilado en  este cuerpo / ajeno o de ambos... el melancólico y el inmotivadamente alegre, / ese otro, / también te ama”.

 

Amar que Caracas no es espinoso. Se hace querer. Sus personas tienen  la nobleza innata, el saludo generoso, la amistad abierta. ¿Qué nos sucede entonces?

 

Tal vez, si fuera posible, soñar los lirios y arayaraneys.



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