El no ser joven ni viejo

La senda del tiempo siempre indiferente a nuestras lamentaciones, continúa sin nosotros su camino irremediable. Quizás ni nos perciba. O tal vez sí, y guarde un silencio impalpable. Acontece de un día para otro, y esa circunstancia, aunque estime confrontarla, es certera. 

 El prolongado o corto sendero de la existencia no es apesadumbrado si contamos con afanes, fantasías, querencias y ensoñaciones. Ante ello, ahora nos vienen al recuerdo las sabidas palabras de un periodista tras haber compartido trabajo y fructífera amistad en Isla Margarita, sobre el Caribe venezolano. 

 “Compadre Rafael: Hay dos maneras de vivir la existencia humana: una, como si nada es un milagro; la otra, creyendo en los milagros.” Aleccionadora   y reflexiva frase.     

 Con los años, escribir cuartillas se hace muy cuesta arriba, y aun ante ello, la costumbre nos empuja a continuar forjándolo.  Y en ese momento precio de unir oraciones, en más de una ocasión rememoramos las palabras que solía rotular el admirado escritor criollo Arturo Uslar Pietri - Premio Príncipe de Asturias - siempre entusiasmado ante las cuartillas escritas: “Tengamos bien presente algo trascendental ante la vida: Uno no es joven ni viejo, vive”.  Reflexión vigorosa que habrá de ayuda a seguir el sendero inexorable que asumimos delante de la vida.     

Al presente, y aunque nos cuesta salir de la vivienda en que resido, un aire marino me lleva a la necesidad de ver las aguas de ese mar que han fraguado las dobleces y ensoñaciones de las que creo estar cimentado en el largo tiempo de nuestra existencia.     

Sobre esas aguas llegaron a estas costas atiborradas de luz los pergaminos de Homero, Sócrates, Heráclito, Tales de Mileto, Platón, Aristóteles y otros sofistas de los recónditos avatares del espíritu en ningún otro tiempo superado.   

 Cierto es que no levantó la ciudad-estado de Uruk, Europa no había aún copulado con aquel toro empecinado.  Faltaría 2.500 años más de una historia incomparable como jamás volvió a existir.  

Ya en otro tiempo igualmente admirable, en otra orilla mediterránea, tras cruzar ese “lago grande” al decir de los cartagineses, se alzó la Roma de los césares aunada a los atributos de la piedra hierática vuelta arquitectura, palacios, acueductos, puentes, arcos y calzadas hacia todos los lugares de nuevo impero acrisolado. 

 Al idéntico tenor, Grecia con su Partenón y la Democracia siempre en mayúscula, mientras al pasar cuantiosos otoños, en una explanada en Tivoli, el emperador Adriano, sin ser uncido aún en las páginas de Marguerite Yourcenar, se halla adolorido ante la llamarada irremediable que apagó la vida del jovenzuelo Antinoo, la pasión más ardorosa en la vida inconmensurable del aquel portentoso soberano, depositario de todo lo conocido en ese tiempo sobre el planeta.       

 Y esa es una de la causa - pudiera haber alguna otra - de hallarme en estos promontorios de pinos negros, enebros, sabina y gaviotas reidoras en la ciudad mediterránea en que ahora descanso: Valencia del Cid.     

 

rnaranco@hotmail.com 



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