Bogotá, un lirio

De la capital de Colombia, Santafé de Bogotá, señalan las añejas crónicas que se levanto entre  un manojo de flores. Y ese retrato  irrefutable. 

La ciudad, ubicada en la altiplanicie más alta de los Andes, la fundó, en un arrebato de fogosidad, Gonzalo Jiménez de Quesada, y debido a  ese fundamento,  ella   es un inmenso vergel,  mientras su aire se vuelve  zalamero, retozón, y penetra en las cicatrices del aliento por el sendero de  la mirada  comprimida en frescura y sabor a tierra buena. 

  Deambular entre  las grandes avenidas, sus espaciosas calles, frondosos parques y desandar los barrios coloniales de la capital, es percatarse de cómo la metrópolis viene moldeando a una gente - la suya - para que sea amable, acogedora y siempre cordial.  

Con el “usted” siempre por delante, los colombianos han hecho de la cortesía una costumbre,  de la amabilidad una forma de ser, a causa de  que en Bogotá coexiste la posibilidad de sentarse a charlar con cualquiera, en cualquier parte, de cualquier cosa y decir como el poeta:  

“Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle / y que nos sentemos en un café a hablar largamente / de las cosas pequeñas de la vida.” 

 Recuerdo  en este instante haciendo un requiebro a esa urbe tan sufrida debido a  la  guerrilla, una mañana  transparente percibiendo pasar las horas en la Plaza de Bolívar, conocida antaño como la Plaza Mayor. Allí mismo se había fundado la ciudad y escenificado todo suceso que hoy es historia dinámica.  

Algo esperaba mi persona en  aquel agradable rectángulo: ¿Una distante caricia? ¿Cierto  ensueño no encontrado? ¿Una esperanza hacia años deseada?  En esa espera leía a uno de los grandes poetas colombianos, Darío Jaramillo Agudelo, mientras la luz se filtraba y era cálida como los sentimientos... 

 “Ese otro que también me habita /, acaso propietario, invasor quizás exilado en  este cuerpo / ajeno o de ambos... el melancólico y el inmotivadamente alegre, / ese otro, / también te ama”. 

  Deslicé mis letras  sobre la cuartilla limpia  al palpar como Bogotá sigue envolviéndose en pesares,  y aún así,  ella, coqueta, deshilvanada, con una personalidad arrolladora, intenta seguir viviendo como si no existieran la guerrilla, los paramilitares, el narcotráfico, y el  punzante  miedo punzado en sangre. 

 La metrópoli, tan amada por Simón Bolívar, sigue apostando, como una nueva Jerusalén, por la paz definitiva que habrá de llegar para envolverla en dulzuras y risas. 

Uno espera, con unánime deseo,  que ese terruño tan  magnánimo un día se levante de su adormecido letargo, y la existencia cotidiana vuelva a ser regada de una paz definitiva recubierta  de lirios amarillos. 

 

rnaranco@hotmail.com 



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