Hierbabuena

Hace días que intentamos leer “Los palacios de la memoria” de la escritora turca Alev Lytle Croutier. Abrimos el libro posamos los ojos sobre unas líneas y volvemos a cerrarlo. Demasiados recuerdos apretujados como racimo de hierbabuena sobre sus páginas.

 

 “En la bahía de Esmirna  (ciudad tan antigua y de tan infame memoria como las deidades del Olimpo)   el aire siempre huele a plancton putrefacto y a sal. Los escombros lamen la orilla y se amontonan formando esculturas de corteza de melón, cartón y algas marinas.”

 

Ahora nos damos cuenta de que la vida es un cúmulo de pequeños  acontecimientos  ayudando a forjar nuestra forma de ser. De todo lo vivido nos queda  a veces una brizna de aire, un escozor en el cuerpo; las más, hondas pesadumbres que el tiempo ayuda a disipar y solamente nos deja, muy generosamente, nítidos y casi palpables, los momentos buenos. No es engaño: nos acordamos más y mejor de los sucesos agradables que de los dolientes.

 

 Caminar con un rencor clavado en el corazón por años debe ser una condenación. El amor, como el odio, debe tener un tiempo fijo: si no, se secan y es como una podredumbre pegada en la piel, pero si pudiéramos escoger, nos quedaríamos con la querencia, aunque mortifique.

 

 Por ello, no debemos volver dos veces al mismo sitio,  al lugar donde hemos sembrado la cadencia del alma mientras una mano, casi inocente y generosa,  acaso sin saberlo, la cortó.

 

  ¿En qué ciudad  se levantaba ese palacio cubierto de enredaderas, una hilera de tilos cubriendo las ventanas con una celosía por donde se asomaba un rostro de mujer de un blanco pálido que nos lanzó una sonrisa cuando cruzamos la calle para verla mejor y al hacerlo, cerró el balcón? ¿En Esmirna, cerca de la playa donde Homero imaginó a Ulises? No. Posiblemente sucedió  en Capri, bajando el promontorio hacia la Torre de Tiberio, o doblando un muro de piedra en el Puerto de Marina Grande. Pero  hoy no estamos seguros.  Todo parece espejos sobre espejos, recuerdos y sombras sobre un cansancio infinito.

 

Hay un momento en nuestra existencia que es mejor no viajar, soltar las alforjas y rumiar tenuemente, sin prisa, los momentos sentidos.

 

El primer cariño, el más lozano y puro, no  regresa  jamás, se queda agazapado  como friso de piedra en la piel. Otros vendrán acaso más firmes y duraderos, pero no tendrán la cadencia de aquél primero.

 



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