Cuando un viejo amigo se vea

(Caracas) El presidente venezolano Hugo Chávez ansió toda su vida poder hablar con Bolívar, y lo consiguió. Traspasó el respeto y la historia. Fue una ceremonia de madrugada lúgubre. Realizó lo que nadie se había atrevido hacer conjurando pasiones inflamadas. De ahora en adelante él, ya muerto, será la voz del Padre de la Patria, su único evangelista, el guardián de sus palabras. El gran chamán.

Se levantó la urna con los despojos del Padre de la Patria en esa hora de maitines en el Panteón Nacional de Caracas. Lo miró y se dio cuenta: estaba vivo. Razón tenía Pablo Neruda: Simón de la Santísima Trinidad “despierta cada cien años”.

Sus ojos cadavéricos le observaban y Chávez lloró antes esas cuencas irradiantes con la luz de rayo incandescente. Lo que El Libertador y Hugo se dijeron es un secreto aún, pero no tardará el momento en que, en otra ceremonia esperpéntica en cadena de radio y televisión, se sabrá. El culto esotérico tiene su espacio y su hora.

El entramado de esta idolatría se esta acrecentando, renace la Iglesia del culto Chavista y habrá asombros.

La singladura peregrina comenzó con la llegada de los restos “simbólicos” de Manuelita Sáenz, “la amante inmortal”, y siendo así, justo sería que siguieran viniendo al baptisterio de la nueva convicción las otras enardecidas mujeres de su existencia.

En la galería de la pasión amatoria destacará con luz propia - si no se impone como sacramento el barraganismo - María Teresa del Toro y Alianza, el diáfano amor que a su muerte desgarró al caraqueño mantuano. Bolívar es el Libertador ante la pérdida de la madrileña. Destrozado, tomó el camino del desespero e hizo locuras admirables y errores temibles.

Razón tuvo Francisco Herrera Luque cuando retrató con pinceladas certeras a un Bolívar de carne y hueso, que ahora quieren elevar a las hornacinas como incono de una montonera socialista de corte marxista, y que él, con aquel carácter honesto pero explosivo, hubiera mandado al mismo averno.

Si alguien creyó que sería posible tener a mano un Bolívar humano, sin afeites, mujeriego, parlanchín, admirable escritor, estratega genial unas veces, un desastre otras; colérico, arrecho, desconfiado, amigo y enemigo a su vez hasta el tuétano; visionario, vehemente, contradictorio y gran patriota, con la ceremonia en el Panteón caraqueño entre gallos y media noche, se le hizo añicos la esperanza.

Ahora se levantará un alcázar ensortijado de piedras preciosas. Su mausoleo será de oro macizo. El Sancta Sanctorum. La nueva Arca de la Revolución cuyas bisagras abrirá y cerrará el Sumo Sacerdote del flamante culto: Hugo Rafael Chávez Frías.

No intuya ningún lector que estamos ante una crónica de cartón piedra, nos hallamos frente a uno de los hechos más insólitos y atrevidos de toda la existencia republicana del país caribeño. El Caudillo se atrevió a exhumar los huesos del Gran Hombre de América en una ceremonia medio científica con ritos de vudú y santería cubana.

La nación está anonadada. En un país en que cada semana mueren exterminadas docenas de personas, y de esos crímenes apenas media docena son aclarados, el presidente escudriña, abusando de su investidura, si Bolívar murió de tuberculosis o fue asesinado con arsénico, como él en su magín está seguro de que sucedió, hace 180 años.

Solamente hay una expresión para reflejar lo asombroso: fantasmagórico.

Un Chávez, embalsamado, cual Lenin y Mao, seguirá gobernando Venezuela por los siglos de los siglos. Amén.



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